Integración y seguridad energética en América Latina y el Caribe

La integración de los mercados de energía en América Latina ha sido discutida
desde hace más de tres décadas. Una expresión de ello fue la creación de
las organizaciones regionales ARPEL (Asistencia Recíproca Petrolera Empresarial Latinoamericana),
CIER (Comisión de Integración Eléctrica Regional) y OLADE (Organización Latinoamericana
de Energía), durante las décadas de los sesenta y setenta. Estas iniciativas tuvieron lugar
en el marco de una participación importante del Estado en las empresas vinculadas al sector energético.

Durante los noventa, las iniciativas de integración energética retomaron un nuevo impulso
a nivel continental. Los planteamientos surgieron en el marco de la Cumbre de las Américas, que
tuvo como génesis la Iniciativa para las Américas, planteada por el gobierno de Estados
Unidos en 1989. En la base de la entonces denominada "Iniciativa Energética Hemisférica" estuvieron
las reformas delineadas en el Consenso de Washington. En el sector energético, se propuso eliminar
los obstáculos a las operaciones de las empresas extranjeras en todas las ramas de la industria
energética, desde la exploración y producción de gas y petróleo, hasta la
distribución y venta de productos en el mercado final.

Ello no siempre fue posible por los límites vigentes en las Constituciones de algunos países.
No obstante, las leyes de inversión extranjera implementadas en la mayoría de países
de la región, vía programas con organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional
(FMI) y el Banco Mundial y consolidadas en los Tratados de Libre Comercio (TLC) que muchos países
han firmado o se encuentran negociando con Estados Unidos, han intentado asegurar que las inversiones,
en particular en el sector energético, operen con el menor número de restricciones posibles,
con el fin de favorecer el ingreso de capitales en esta actividad.

En mayor o en menor grado, los países de la región liberalizaron sus regímenes
de tratamiento a las inversiones, así como del sector de servicios, desde principios de la década
de los noventa. En algunos casos como Chile y Bolivia, las reformas se realizaron con anterioridad. En
el sector energético, estas reformas significaron la eliminación de los obstáculos
a las operaciones de las empresas privadas nacionales y extranjeras en todas las ramas de la industria
energética, desde la exploración y producción de gas y petróleo, hasta la
distribución y venta de productos petroleros en el mercado final. Si bien la mayoría de
los países de la región modificaron sus marcos normativos en el sector, los grados de liberalización
fueron diferentes. En muchos casos, las modificaciones estuvieron limitadas por preceptos establecidos
en sus respectivas Constituciones; en otros, se consideró que se trataba de un sector estratégico.
No obstante, las leyes de inversión extranjera implementadas en la mayoría de países
de la región, y consolidadas en los TLC que muchos gobiernos han suscrito o se encuentran negociando
con Estados Unidos, intentan asegurar que las inversiones, en particular en el sector energético,
no serán obstaculizadas por elementos vigentes en las respectivas legislaciones nacionales.

Se pensó que, en la medida en que las reformas mencionadas fueran profundizándose, los
procesos de integración del sector también lo harían. Asimismo, se consideró que
la apertura de mercados daría lugar a una considerable expansión de las oportunidades de
negocios para los actores privados en la construcción de infraestructura para las interconexiones
energéticas. Dichos proyectos energéticos contaron con el apoyo financiero del Banco Mundial,
del Banco Interamericano del Desarrollo (BID) y del Banco de Exportaciones e Importaciones de Estados
Unidos (EXIMBANK).

Sin embargo, éstas no dieron los resultados esperados. Las políticas energéticas
liberalizadoras están siendo revisadas, especialmente en Sudamérica. Se observa cierta
tendencia a rescatar un papel más activo del Estado en las actividades energéticas y a
hacer del planeamiento estatal de los mercados energéticos un instrumento indicador indispensable
en la canalización y coordinación de las inversiones de los agentes privados y públicos.
Asimismo, la preservación de los recursos no renovables y la autonomía de los Estados para
regular su explotación, ha sido nuevamente reivindicado como parte de las políticas energéticas.

Es en este marco que ha surgido la Iniciativa Petroamérica, de parte del gobierno venezolano.
Aunque los detalles de su instrumentación todavía son incipientes, ésta se basa
en la consideración que la integración regional es un asunto de los Estados y de los gobiernos,
lo cual no implica la exclusión de sectores empresariales privados. Los acuerdos enmarcados en
Petroamérica plantean la integración de las empresas energéticas estatales de América
Latina y del Caribe para la instrumentación de acuerdos y realización de inversiones conjuntas
en la exploración, explotación y comercialización del petróleo y gas natural. Ésta
busca, además, la complementariedad económica y la reducción de los efectos negativos
que tienen los costos de energía—originados por el incremento de la demanda mundial de petróleo,
así como de factores especulativos y geopolíticos—en los países de la región.
Se trata de un proceso que intenta desarrollarse de forma progresiva y que, según se señala
en la propuesta, empezará a concretarse a través de acciones y acuerdos bilaterales o subregionales.
La propuesta incluye también mecanismos de financiamiento preferencial en el suministro petrolero
para las naciones del Caribe y Centroamérica.

En abril de 2007, tuvo lugar la Primera Cumbre Energética Presidencial Sudamericana, oportunidad
en la que por primera vez, los Jefes de Estado de los países sudamericanos se reunieron para diseñar
las bases de una estrategia consensuada sobre el tema energético. Se acordó la institucionalización
de las reuniones ministeriales de energía a través de la conformación de un Consejo
en el marco de la integración regional que, entre sus tareas prioritarias, deberá elaborar
un Tratado Energético para la región.

Ello tiene lugar en un contexto en el que el suministro energético y el impacto que tiene su
consumo en las emisiones de CO2 se han convertido en un tema de primer orden en la agenda de las relaciones
internacionales. Las agencias especializadas coinciden en señalar que los combustibles fósiles
(petróleo, gas y carbón) continuarán siendo durante las próximas décadas
la fuente predominante en la matriz energética a nivel global. Ello tendrá lugar en un
contexto en el que la producción y suministro de los hidrocarburos se caracterizan por un nuevo
paradigma de elevados precios y alto grado de volatilidad, tensiones geopolíticas, intensificación
del debate ambiental a nivel internacional, competencia por acceso a nuevas regiones con reservas; reivindicaciones
por la mayor participación en la renta de los hidrocarburos—especialmente en varios países
latinoamericanos—e un incremento en el número de fusiones y adquisiciones y ganancias sin precedentes.

Por otro lado, en el ámbito de la producción de energías renovables, en marzo
de 2007, los presidentes George W. Bush y Luiz In á cio Lula da Silva firmaron un memorando de
entendimiento en el que manifestaron su intención de cooperar en investigación e impulsar
la producción y exportación del etanol en el mundo con miras a crear un mercado global
de biocombustibles. Su instrumentación puede significar nuevas inversiones en América Latina,
una menor dependencia del petróleo y un nuevo momento para el desarrollo de la industria automotriz.

Brasil ha avanzado significativamente en la tecnología de producir combustibles, y en usarlo
en medios de transporte. Estados Unidos enfrenta un déficit en el sector, y requiere incrementar
sus importaciones, para lo cual proyectan impulsar conjuntamente la producción de biocombustibles en
otros países de la región, tanto para el consumo interno como para la exportación.
Actualmente existen líneas de crédito de organismos internacionales para promover el desarrollo
de los biocombustibles en toda la región, lo cual ha tenido amplia receptividad en las regiones
productoras de caña de azúcar como Centroamérica, el Caribe, Perú y Colombia.

Bajo ciertos parámetros, el desarrollo de los biocombustibles podría traer beneficios
ambientales a través de la disminución de las emisiones de gases de efecto invernadero
y contribuir al desarrollo rural y a la creación de empleos. Sin embargo, su desarrollo tiene
también un impacto ambiental negativo, tanto por la extensión del modelo de monocultivo
como en el proceso de refinación y, si no se toman los recaudos necesarios, puede afectar el desarrollo
sostenible y la producción de alimentos, así como los ecosistemas locales y regionales,
con impactos en la flora y la fauna. Es decir, no se trata sólo de sustituir energías no
renovables, sino de fomentar una demanda sostenible y un uso eficiente. Por eso, es muy importante realizar
un balance energético de la producción del biocombustible con cada materia prima, establecer
qué energía se requiere para producirlo, cuál es el precio del barril de petróleo
que hace viable su desarrollo, diseñar un marco conceptual para evaluar el impacto ambiental y
esbozar algunos criterios para la formulación de políticas públicas para su desarrollo.

Es importante destacar que el comercio mundial de energía continuará reflejando las
disparidades en los niveles de desarrollo mundiales pero también las responsabilidades frente
al cambio climático. Los países industrializados tienen un consumo de energía per
cápita, por ejemplo, cinco veces más elevado que los países de América Latina.
Sin embargo, las disparidades en la incorporación del progreso técnico arrojarían
como resultado, de no mediar una reducción significativa en la intensidad energética y
en renovabilidad y limpieza de la energía consumida, que los países en desarrollo sean
responsables de más de tres cuartas partes del incremento de las emisiones globales de CO2 hacia
el 2030. Así, su participación en las emisiones globales pasaría de un 39% en la
actualidad a un 52% en el 2030.

América Latina y el Caribe presentan, en su conjunto, un considerable superávit en la
producción de crudo y gas. Sin embargo, los recursos energéticos con los que cuenta la
región están concentrados en muy pocos países. Por ello deben valorarse las propuestas
de cooperación regionales dirigidas a garantizar y facilitar el suministro de los recursos energéticos
e impulsar el desarrollo de energías renovables, así como su uso más eficiente.

La integración energética en la región puede ser un mecanismo decisivo para un
mejor posicionamiento geopolítico de la región en el escenario internacional. Para lograrlo,
es fundamental la construcción de una infraestructura adecuada, y disponer de un esquema institucional
que reglamente la forma en que operará dicha infraestructura. Precisamente, el diseño de
los mecanismos técnicos, así como institucionales, para la construcción de un mercado
común energético en la región es aún un desafío para poder concretar
esa voluntad política que prevalece en la región.

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