Brasil, la legitimidad democrática en riesgo

Una sombra se proyecta sobre la legitimidad de las elecciones presidenciales de octubre de 2018 en Brasil. La ratificación, por el Tribunal Regional Federal (TRF) de Porto Alegre, de la decisión del juez de Curitiba Sergio Moro, que condenó por “corrupción pasiva” al ex-Presidente Lula Da Silva, pone en riesgo, no sólo libertad del ex mandatario, sino la posibilidad de que sea candidato presidencial. Aunque ser el político con más intención de voto no sea una prueba de inocencia, en un país cuya democracia vive una crisis de legitimidad profunda, la sentencia contra Lula puede condenar a los brasileños a elegir entre segundas opciones en octubre.

Lo débil de los argumentos jurídicos utilizados, en una sentencia que condena “actos indeterminados” de Lula como jefe de Estado, pone en entredicho el derecho del ex presidente a un juicio justo. Prefigura una suerte de “golpe preventivo” para privarlo de un mandato, sin permitir que la ciudadanía decida si se lo quiere confiar o no. El poder judicial, además, actuó de modo selectivo. Abrevió los plazos de la acción contra Lula. Transformó en semanas lo que en el promedio de las decenas de causas en curso contra dirigentes de todos los partidos son meses de proceso. Esto sugiere que los distintos jueces que entienden en el asunto están mirando el calendario electoral. La diferencia de tratamiento es más marcada aún cuando se aprecian los extremos a los que ha llegado, por ejemplo, el Supremo Tribunal Federal. En octubre pasado, el STF delegó en el Senado la facultad de remover de su banca al ex-candidato presidencial Aécio Neves, que ha sido hallado culpable de un caso de corrupción abundantemente documentado.


“Lo débil de los argumentos jurídicos utilizados pone en entredicho el derecho del ex presidente Lula a un juicio justo y prefigura una suerte de ‘golpe preventivo’”


Los jueces, el ministerio público y la policía federal, bajo normas impulsadas por Lula y Dilma Rouseff, y con recursos apropiados, asignados a instancias de ambos ex-presidentes, han realizado un trabajo formidable. Han desmontado buena parte del entramado de colusión ilegal entre el Estado y los grandes grupos económicos privados, que fue el basamento de la política y la economía brasileña de los últimos 50 años. Las ganancias de autonomía, que esas normas y esos recursos les dieron, fueron puestas en buen uso. Las consecuencias de esto se traducen en decenas de condenas y en ingentes recuperos patrimoniales. Sin embargo, en algún punto del camino, algunos jueces y fiscales creyeron haber recibido un mandato político de refundación de la república brasileña. Una evidencia de ello son las intervenciones públicas de muchos jueces y fiscales, que se permiten opiniones políticas en medios de comunicación o en redes sociales. También las operaciones, como la filtración de conversaciones privadas entre Lula y Dilma, que hizo el juez Moro, por las que tuvo que disculparse ante el Supremo Tribunal Federal.

Las declaraciones de los jueces del TRF de Porto Alegre en su ratificación de la condena a Lula tuvieron ese tono inequívoco. La audiencia no se centró en el hecho, que sigue sin documentarse, de la supuesta cesión de un departamento al ex-presidente por una compañía constructora. Lo que se discutió fue el mensalão y la trama de corrupción alrededor de Petrobras y sus directores. La responsabilidad política indudable de Lula en estos casos, en su primera y segunda presidencia, no es la materia que deben juzgar genéricamente los jueces. Esa verdad de perogrullo escapa todos los días a estos y a otros jueces y fiscales brasileños. Cuando estos funcionarios del poder judicial carioca se comparan gustosos con la operación Mani pulite, que se produjo en la Italia de los tempranos ‘90, olvidan dos hechos. El primero, que los concierne directamente, es el apego a la legalidad con la que actuaron sus pares italianos; y el segundo, que va mucho más allá de su incumbencia, es que la consecuencia política de aquel proceso judicial en la República Italiana fue el ascenso de Silvio Berlusconi.


“En algún punto del camino, algunos jueces y fiscales creyeron haber recibido un mandato político de refundación de la república brasileña”.


El proceso judicial contra Lula tiene sus especifidades, pero está inscripto en una historia particular. Mauricio Santoro, profesor de la Universidad Estadual de Rio de Janeiro recordó en estos días que, desde 1945, sólo los presidentes Eurico Dutra y Fernando Henrique Cardoso estuvieron exentos de juicios políticos o juicios propiamente dichos (o de una circunstancia como el suicidio de Getúlio Vargas). Lo que resulta realmente único en el caso de Lula es que afronta el proceso siendo el político más popular del país y teniendo posibilidades ciertas de volver a ser electo presidente.

Si es cierto que la legitimidad de cualquier sistema democrático se renueva cada vez que el soberano se expresa en las urnas, esto debería ser más cierto aún en Brasil en 2018. Las elecciones de octubre de este año deberían marcar el fin de una etapa anómala, que se abrió con la destitución de Dilma Roussef en 2016 y que implicó un cambio del signo del gobierno sin pasar por la consulta al electorado. Tras dos años gobernados por un hombre que bate récords planetarios de impopularidad, y que no está en la cárcel sólo porque así lo ha decidido políticamente un congreso aliado, urge que la elección de este año restituya la autoridad democrática de la presidencia. Por supuesto que el camino para ello no es necesariamente la elección de Lula. Una derrota del ex líder sindical en elecciones libres y competitivas la daría la unción a un presidente sin los defectos originarios del actual.

Para el Partido de los Trabajadores, la condena a Lula es un nuevo desafío existencial. Si Lula se viera impedido de ser candidato, el PT carece de uno alternativo que tenga por sí mismo siquiera una quinta parte del apoyo que las encuestas de intención de voto le atribuyen al ex presidente. Debilitado por los pésimos resultados de las últimas elecciones municipales, el PT debe casi toda su vitalidad actual a la vigencia extraordinaria del liderazgo popular de su fundador y jefe nato. Las condiciones políticas distan de ser aquellas que le permitieron al entonces presidente “inventar” a Dilma como candidata viable o hacer de su favorito Fernando Haddad el alcalde de São Paulo. Jacques Wagner o el mismo Haddad no concitan hoy más del del 5% de apoyo. Todos los estudios de opinión pública pronostican inmediatas fugas de la intención de voto de Lula hacia las candidaturas de Marina Silva, devenida archienemiga de su ex partido, o de un aliado del PT como Ciro Gomes, del Partido Democrático Laborista (PDT). También hacia el Partido Socialismo y Libertad (PSOL), surgido de una costilla izquierda del PT, y hasta hacia el ultraderechista Jair Bolsonaro, único otro precandidato que alcanza dos cifras en las encuestas.

El PT está apostando de inmediato a la movilización popular callejera. Sin embargo, no hay que olvidar nunca que las élites brasileñas son particularmente indiferentes a ese tipo de manifestaciones. Mientras tanto, tiene que apurar la proclamación partidaria de la candidatura de Lula, sin garantías de que vaya a ser inscripta en agosto por el Tribunal Superior Electoral. Además, debe pensar en un vice que pueda heredar parte de los apoyos del ex presidente si es que éste es descalificado. Algunas de estas tareas pueden ser contradictorias: ¿elegir un vice petista o de un partido aliado? ¿Cómo evitar que una descalificación de la candidatura del ex presidente no signifique la pérdida de aliados electorales que buscan el calor del sol de Lula, pero que sin él piensan que el PT es un lastre?

La suerte de Lula es mucho más que la suerte individual de un líder tan imperfecto como formidable. Está atada a la posibilidad de que Brasil recupere una cierta normalidad democrática o que quede empantanado en el marasmo de un sistema político deslegitimado. Está ligada, también, y esto es lo crucial para los sectores populares, a la posibilidad de poner freno a la ola restauradora y de retroceso en derechos básicos que ha dado sentido a la gestión de Michel Temer. Quedará para más tarde considerar si, paradójica y trágicamente, un hipotético presidente Lula no deberá volver a gobernar con el apoyo, y haciendo concesiones, de algunos de los mismos que han desatado esta ola. Antes de eso, Lula deberá saber si es o no un desterrado de la república de los jueces.

Gabriel Puricelli es Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.  Este ensayo fue publicado originalmente en la revista Replanteo. Lo publicamos aquí con permiso de la revista y del autor.

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