Privatizaciones: el fin de un ciclo de despojos

Las políticas neoliberales implantadas por la inmensa mayoría de los gobiernos latinoamericanos en los años noventa, tuvieron como uno de sus ejes más destacados la privatización de las empresas estatales. Este proceso, que significó la liquidación del patrimonio nacional, es tan grave que puede hacer inviable el futuro de países enteros. En algunas ocasiones, los sectores populares pudieron frenar las privatizaciones mediante grandes luchas que llegaron a convertirse en vastas insurrecciones.

 

Las empresas estatales eran sentidas como “propias” por la población de casi todos los países; eran empresas que de alguna manera servían los intereses populares o nacionales. Buena parte de ellas se crearon en el periodo posterior a la crisis económica de 1929 y, sobre todo, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En esos años, el declive de Gran Bretaña como potencia hegemónica en América Latina, y su sustitución por Estados Unidos, abrió brechas como para fomentar un tímido desarrollo con base en un papel más activo por parte de los Estados nacionales en la dirección de las economías, que se concretó en la industrialización por sustitución de importaciones.

Las empresas estatales, en general de servicios y transportes, y en ocasiones vinculadas a la producción, formaban parte del “patrimonio nacional”, aunque nunca se ignoró que estaban mal gestionadas y que de ellas se beneficiaba sobre todo la élite política criolla. Aunque las empresas estatales fueron una necesidad para países que pretendían industrializarse, es cierto que muchos gobiernos se aprovecharon de ellas para perpetuarse en el poder con prácticas clientelistas. Esas prácticas, sumadas a gestiones ineficientes, afectaron a las empresas estatales al inflarse sus plantillas de forma artificial, reduciendo su eficiencia y elevando los costos de forma desorbitada.

En consecuencia, el deterioro de los servicios públicos estatales a lo largo de más de treinta años, dependiendo de los países, llevó a la crisis de muchas empresas estatales. Esto terminó facilitando la labor de los privatizadores que prometían “eficiencia” a poblaciones cansadas de pésimos servicios. La oleada privatizadora avanzó con escasas resistencias o, mejor dicho, con el fracaso de las resistencias ensayadas en la mayor parte de los casos.

 

La crisis de la deuda

A grandes rasgos, “la privatización de las empresas del Estado está siempre ligada a la renegociación de la deuda externa del país”, como sostiene el economista belga Eric Toussaint, presidente del Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo1. Las raíces de la política de privatizaciones hay que buscarlas, por tanto, en la llamada “crisis de la deuda”, provocada por la moratoria decidida por México en agosto de 1982. De forma sintética, la deuda de los países del Tercer Mundo se volvió impagable por un cambio de rumbo de las élites, con el objetivo de revertir la crisis de la hegemonía estadounidense causada por: la derrota militar de Estados Unidos en Vietnam, las protestas internas contra la guerra, que se enlazaron con el movimiento negro por los derechos civiles y las demandas de los países del Tercer Mundo, y que desembocaron en la coyuntura provocada por la revolución iraní de 1979 y la crisis de los rehenes de 1980.

Este conjunto de factores, que hizo inocultable la crisis de hegemonía de la nación más poderosa, promovió un viraje de larga duración: “Se abandonaron los New Deals doméstico y global, y Estados Unidos trató de restablecer su prestigio militar. Para pagar el incremento de los gastos militares de la Segunda Guerra Fría, elevó sus tipos de interés y comenzó a competir activamente por el capital internacional en busca de inversión. Durante la década de 1980 atrajo el excedente mundial, precipitando la ‘crisis de la deuda’ y señalando el abandono de la promesa del ‘desarrollo’”2.

Con el aumento de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal de los Estados Unidos, los préstamos a los países pobres se redujeron de forma drástica, impidiéndoles conseguir fondos para el pago de sus deudas. Hasta ese momento, el endeudamiento del Tercer Mundo cumplía varios objetivos: daba salida a la sobre acumulación de eurodólares en los mercados financieros, estimulaba la compra de armas, aceitaba los mecanismos de corrupción de los regímenes pro-estadounidenses y, sobre todo, era gratuita. Apenas un ejemplo: 2/3 de la deuda total contraída por los militares argentinos durante la dictadura (1976-1983), fueron depositados en cuentas bancarias del Norte3. De más está decir, que el dinero prestado–en gran medida como “ayuda” a países pobres–nunca llegó, o lo hizo con cuentagotas, a las economías de los países destinatarios o a sus pueblos.

El plan Brady4, diseñado en los ochenta, supuso acuerdos bilaterales entre los países latinoamericanos y las autoridades de Estados Unidos para reducir o escalonar el pago de sus deudas. Uno de los elementos centrales del plan Brady era la privatización de las empresas públicas. En 1985, luego de una conferencia sobre la deuda externa en Berna, Henry Kissinger fue tan claro como siempre supo serlo: “No hay solución indolora a su situación crítica, pero debemos promover algunas enmiendas al programa de ajuste del FMI. La solución implicará un sacrificio; yo prefiero que las naciones endeudadas aseguren sus obligaciones externas frente a los acreedores a la ayuda de activos reales, vía cesión del patrimonio de las empresas públicas”5.

Para asegurar el pago de las deudas se implantaron las políticas de ajuste estructural promovidas por el FMI y el BM, que desde comienzos de los ochenta se convirtieron en los administradores de la crisis de la deuda, los encargados de poner en marcha las políticas de ajuste y se transformaron en los grandes recaudadores. Los ajustes que promovieron consistieron en la llamada “estabilización macroeconómica” (devaluación, liberación de precios, austeridad fiscal) como primer paso para proceder luego a reformas estructurales: apertura comercial, liberalización del sistema bancario y de todas las actividades financieras, flexibilización del mercado de trabajo y privatizaciones.

Es evidente que este conjunto de políticas supone la pérdida de la soberanía económica de los países en los que se aplican y que, para ello, fue necesario que antes o de forma simultánea perdieran también su soberanía política. Esto fue posible por el “trabajo sucio” realizado por las dictaduras o las democracias corruptas del Sur, las que se encargaron de que la deuda externa se multiplicara por ocho entre 1971 y 1980.

En casi todos los países, las empresas públicas estaban fuertemente endeudadas ya que los gobiernos les exigieron hacerlo como forma de conseguir préstamos de los bancos privados. La petrolera estatal argentina, YPF, tenía en 1976, cuando se inició el gobierno militar, una deuda de apenas 372 millones de dólares. Siete años después su deuda ascendía a 6 mil millones de dólares. Pero hay más: casi la totalidad de esa deuda quedó en manos de la dictadura sin ingresar a la caja de empresa, ésta fue forzada a refinar su petróleo en las refinerías privadas, no permitiéndosele adquirir una refinería propia. En 1982, al finalizar la dictadura, casi todo el activo de la empresa estaba prendado por deudas6. De este modo, en el momento de la privatización, el monto de la transacción a menudo no fue siquiera suficiente para cubrir las deudas existentes.

Dicho de otra forma, la deuda fue el precio a pagar para corromper a los encargados de poner en marcha las políticas de dependencia y subordinación.

 

Una forma casi mafiosa de operar

Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, ex asesor económico del gobierno de Bill Clinton y ex vicepresidente del Banco Mundial, sostiene que uno de los principales problemas de la política de privatizaciones impulsada por el FMI y el BM es que “debía ser concretada rápidamente”, a tal punto que los países que “privatizaban más de prisa obtenían las mejores calificaciones”7. Stiglitz, que es partidario de las privatizaciones, se queja amargamente de que se realizaron sin los debidos controles, de que sustituyeron los monopolios públicos por monopolios privados provocando sufrimientos a los consumidores, y de que estuvieron envueltas en un marco de corrupción y sobornos.

En América Latina, las privatizaciones no sólo destruyeron países enteros (como Argentina y Perú), sino que además tienen un costo humano fuera de lo común, como lo atestigua la masacre de octubre de 2003 en Bolivia, en el marco de la “guerra del gas” con la que el pueblo boliviano pretende rescatar su principal riqueza, entregada a un pequeño grupo de multinacionales (Repsol-YPF, Shell, Enron, Petrobras) por los sucesivos gobiernos neoliberales.

Veamos algunos casos significativos que revelan el modus operandi del impulso privatizador. En Argentina, el paraíso de las privatizaciones, la primera privatizada fue la empresa de telecomunicaciones ENTEL. Fue tasada en 3 100 millones de dólares pero el gobierno fijó la base mínima de oferentes en 214 millones. La venta debió contar con el visto bueno de la banca acreedora.

Luego de varias prórrogas e irregularidades, una parte de ENTEL fue vendida a Telefónica de España y la otra a France Telecom. Sólo pagaron 214 millones de dólares en efectivo entre ambas, el resto fueron adquisiciones de títulos de deuda externa. En el momento de la privatización ENTEL tenía una deuda de 1,900 millones de dólares–1,400 de deuda externa y 500 de deudas con los contratistas argentinos. Aun así, el gobierno había prometido invertir el dinero de la privatización en salud y educación, pero el 60 por ciento se usó en pagos de la deuda externa y el 40 por ciento restante, según el investigador Daniel Muchnik, “se perdió en los vericuetos contables de la administración pública”8.

El gobierno de Carlos Menem no hizo sino continuar el estilo corrupto de la dictadura militar. Entre 1990 y 1992 el gobierno de Menem privatizó gran parte del patrimonio nacional, lo que significó una pérdida de unos 60 mil millones de dólares (¿es el valor bruto de los activos? Al privatizar YPF, se confió al banco estadounidense Merrill Lynch la evaluación de su valor. Pero el banco redujo deliberadamente en un 30 por ciento las reservas petroleras disponibles para subestimar el valor de la empresa. Una vez concretada la privatización, la parte de las reservas ocultas reapareció en las cuentas y los compradores obtuvieron así fabulosas ganancias, gracias al inmediato aumento de la cotización en la bolsa de las acciones de YPF.

Aunque parezca una broma pesada, “el Banco Central argentino declaró que no tenía registro de la deuda externa pública, lo que hizo que las autoridades argentinas que sucedieron a la dictadura tuvieran que basarse en las declaraciones de los acreedores extranjeros y en los contratos firmados por los miembros de la dictadura, sin que éstos hayan pasado por el control del Banco Central”9. En paralelo, la dictadura decidió estatizar la deuda privada que habían contratado las filiales de Renault, Mercedes Benz, Ford, IBM, City Bank, Chase Manhattan Bank, y Bank of America, entre otros. Entre 1981 y 1982 se establecieron los regímenes de seguro de cambio–el Estado les aseguró un tipo de cambio preferencial–, por los cuales se transfirieron al Estado argentino buena parte de las deudas de esos grupos económicos".

En Brasil, el gobierno de Fernando Henrique Cardoso contrató a Merrill Lynch en 1977 para evaluar la principal sociedad pública, la empresa minera Vale do Río Doce. Numerosos parlamentarios brasileños acusaron a Merrill Lynch de haber devaluado en un 75 por ciento las reservas minerales de la empresa. Durante el periodo de Cardoso fueron privatizadas, además de la minera estatal, la telefónica Telebras, las empresas de gas y de la navegación de cabotaje, entre las más importantes.

En Perú, fue el gobierno de Alberto Fujimori el encargado de privatizar buena parte del patrimonio estatal, con sonados casos de corrupción. El régimen de Fujimori aplicó el programa neoliberal de forma brutal y completa: eliminó todos los controles sobre el capital financiero, redujo la protección arancelaria del país, erradicó todo marco normativo del trabajo asalariado y desmanteló las empresas estatales productivas y de servicios. La estructura del país se retornó a su carácter de productor de materias primas; el país se empobreció y la población pobre pasó de 7 a 12 millones, en un país de 22 millones de habitantes entre 1990 y 2000.

Sin embargo, las privatizaciones encaradas en los últimos años, cuando es ya evidente el fracaso del modelo, resultan cada vez más problemáticas y generan fuerte oposición. Alejandro Toledo asumió la presidencia el 28 de julio de 2001, luego de haberse convertido en el receptor del movimiento social opositor al fujimorismo. Durante su campaña, centrada en el tema de la pobreza y el desempleo, se había comprometido a no privatizar las empresas estatales de la sureña ciudad de Arequipa. Pero una vez en el gobierno Toledo decidió alinearse con las altas finanzas y, para ganar su confianza y solventar el déficit fiscal, continuó con la política de privatizaciones del régimen anterior.

Dentro del cronograma privatizador se encontraban dos empresas públicas de servicios eléctricos (EGASA y EGESUR) que abastecían a los sureños departamentos de Arequipa, Moquegua y Tacna. El 14 de junio de 2002 la empresa estatal fue adjudicada a una firma belga acusada de haber pagado sobornos a Fujimori, violando una resolución judicial que ordenaba la paralización del proceso de privatización10.

En Bolivia, la aprobación de la ley 2029, de privatización del servicio de agua potable, el 20 de octubre de 1999, ocurrió sin haberse sometido a consulta en lo absoluto. Para evitar el debate sobre los recursos hídricos, la coalición de gobierno logró una alianza coyuntural con su principal oponente político, el MNR, partido del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, bajo cuyo gobierno se diseñó la aplicación del modelo económico vigente. La ley estableció regulaciones para la prestación del servicio de agua potable y también para el acceso a las fuentes de agua para cualquier uso, otorgando exclusividad al concesionario sin tomar en cuenta los usos y costumbres de las comunidades y organizaciones sociales, las que debían convertirse en usuarios de los servicios del titular de la concesión. Además, estableció una indexación de tarifas al Índice de Precios al Consumidor de Estados Unidos. La ley regularizó contratos como el de la empresa Aguas del Tunari, subsidiaria de International Water Limited de Londres, de propiedad de Bechtel Enterprises, de San Francisco, California, y Edison, de Milán, Italia.

Tanto en Perú como en Bolivia (también en Paraguay y Uruguay), las privatizaciones generaron un clima social de fuerte oposición, provocando en varios casos levantamientos populares.

 

Un fracaso estremecedor

Las privatizaciones no sólo se dieron en un marco de profunda corrupción y de expoliación de los recursos nacionales. Fueron también un fracaso desde el punto de vista empresarial, que las poblaciones terminaron pagando: peores servicios, aumento de las tarifas, deterioro de las infraestructuras por falta de inversiones y, en contrapartida, fabulosas ganancias de las multinacionales.

Un reciente libro del geógrafo estadounidense David Harvey11, explica la lógica de las privatizaciones: ante la creciente dificultad para obtener ganancias, por un exceso de capitales y escasas oportunidades para invertirlos de forma rentable, las élites desarrollan la modalidad que denomina “acumulación por desposesión”. El término, acuñado por Harvey, remite al “cercamiento de los campos” comunales en la Inglaterra victoriana, que estuvo en la raíz de la expansión del capitalismo.

Pero a diferencia de la expropiación de los terrenos comunales–y todo el proceso de rapiña, guerra y conquista colonial con que el capital implantó su dominio–la actual acumulación por desposesión combina formas brutales con otras sutiles, o “legales”, de despojo: biopiratería, derechos de propiedad intelectual, pillaje de los recursos genéticos de la humanidad por media docena de empresas farmacéuticas y las privatizaciones. En efecto, el neoliberalismo en esta fase “internaliza prácticas caníbales, depredadoras y fraudulentas” que, tiempo atrás, parecían erradicadas12. Lo interesante de este análisis es que permite comprender que la corrupción no es una anomalía sino la forma “habitual” de operar del sistema en la etapa actual.

El ministro de Economía del gobierno de Néstor Kirchner, Roberto Lavagna, ante la gran cantidad de anomalías de las empresas privatizadas, solicitó un informe a la Auditoría General de la Nación. El organismo compiló cuarenta trabajos sobre privatizaciones desde 1993 hasta hoy. Entre los datos más relevantes figuran: las empresas no cumplen con las inversiones pautadas; modifican las obras a realizar, los montos y los plazos, sin autorización; no cumplen con el patrimonio mínimo necesario según el contrato para asegurar la solvencia de la empresa; apelan al endeudamiento como medio de financiar sus actividades; tienen deudas con el sistema jubilatorio; modifican la composición del paquete accionario, prohibido en los contratos, y no mantienen sus bienes. Además, no cuentan con seguros o están vencidos; realizaron ajustes de las tarifas que violan los contratos; no pagan las multas impuestas por el órgano regulador; no tienen sistemas de recepción de quejas y no presentan la documentación requerida por el Estado. Varios de los informes recomiendan la rescisión de los contratos13.

Un reciente informe de Flacso (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) sostiene que las empresas privatizadas en Argentina obtienen ganancias únicas en el mundo. En el periodo 1993-1999, las 200 firmas más grandes del país generaron utilidades por 25 900 millones de dólares, correspondiendo el 54 por ciento de ese total a 26 firmas privatizadas que ganaron 2 mil millones de dólares por año. El trabajo concluye que, durante los noventa, “la rentabilidad media de las empresas privatizadas fue entre siete u ocho veces superior al resto de las mayores firmas del país”. Pero va más lejos: los aumentos de tarifas fueron ilegales; se deterioró la calidad de los servicios y se redujeron los planteles de empleados. El resultado se resume en “la transferencia de recursos, en primer lugar, desde los sectores asalariados y de bajos ingresos a los sectores empresarios, y, en segundo lugar, dentro de estos últimos, de las pequeñas y medianas empresas hacia las grandes”14.

Aunque el caso argentino es uno de los más extremos, quizá junto al peruano, puede observarse cómo la política de privatizaciones colaboró en la concentración de la riqueza, perjudicando a las grandes mayorías, polarizando al país y degradando la convivencia.

 

Resistencias: de la oposición a la insurrección

Hasta comienzos del nuevo siglo, las grandes luchas populares en América Latina se dieron contra las políticas de ajuste fiscal (Caracazo en 1989) o contra la corrupción con que vinieron envueltos los gobiernos neoliberales (“impeachment” contra Fernando Collor de Melo en 1992, en Brasil) o, sencillamente, contra las políticas neoliberales como sucedió en casi todos los países. La situación dio un vuelco significativo hacia el año 2000: se sucedieron varias luchas contra las privatizaciones que consiguieron imponer en la calle un cambio en la política neoliberal hacia las empresas estatales. Son los casos de la rebelión de Cochabamba por el control de los recursos acuíferos en los primeros meses de 2000, las grandes luchas en Perú y Paraguay en 2002 y el referéndum en Uruguay contra la privatización de la empresa petrolera estatal, en 2003.

A medida que el fracaso de las privatizaciones se hizo inocultable, la oposición inicial se fue radicalizando. De las manifestaciones y los referendos se fue pasando a la acción directa, en un proceso que pareció acelerarse hacia fines de la década de 1990: desde las revueltas en Arequipa, Cochabamba y Paraguay hasta los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina y la “guerra del gas” en Bolivia en septiembre y octubre de 2003. Las políticas neoliberales, y dentro de e llas las privatizaciones como una de sus facetas más visibles, tuvieron un efecto inesperado: por un lado, unieron a sectores sociales muy diversos, en particular obreros y desocupados con capas medias, y en segundo lugar, provocaron una crisis sin precedentes de los Estados nacionales.

Recapitularemos brevemente algunas luchas significativas. En Uruguay, existen mecanismos legales para revocar leyes a través de la presentación de firmas (un 25 por ciento del padrón electoral), que obliga al Poder Ejecutivo a convocar un referéndum. El movimiento popular utiliza a menudo este mecanismo. En diciembre de 1992, durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle, un amplio movimiento social, sindical y político consiguió frenar la Ley de Empresas Públicas (que preveía varias privatizaciones), alcanzando en el referéndum el 72 por ciento de los votos favorables a la derogación. En 2002, el sindicato de ANCAP (empresa estatal de petróleos), el movimiento sindical y la izquierda consiguieron las firmas necesarias para forzar un referéndum. El resultado fue contundente: 62 por ciento de los votos por la derogación de la ley y 35 por ciento a favor de mantenerla.

En los demás países, al no haber resquicios legales para impedir las privatizaciones, se recurrió a la acción directa. En Perú, el mismo día que el gobierno anunció las privatizaciones de las empresas eléctricas (14 de julio de 2002), el pueblo de Arequipa salió a la calle, construyó barricadas y se enfrentó abiertamente con la policía. Volvió a escucharse el mítico grito "¡Arequipa revolución!", que décadas atrás se había popularizado en la ciudad de tradición levantisca.

Cientos de manifestantes tomaron el aeropuerto y los vuelos debieron suspenderse. Pese a que el gobierno envió refuerzos policiales y militares, la población siguió combatiendo y protestando. Ni siquiera el toque de queda y la declaración de que la ciudad quedaba bajo el control de las fuerzas armadas, logró sacar a la población de las calles. Con el paso de los días, el contingente de la protesta creció y se extendió a todo el sur del país, asumiendo formas insurreccionales. Cuzco, Tacna, Moquegua y Puno, fueron escenarios de movilizaciones en solidaridad con Arequipa, que se había convertido ya en el epicentro de una revuelta que amenazaba con abarcar a toda la región sur.

El día 18, cuatro días después de iniciada la revuelta, que ya había costado un muerto, cien heridos y daños cuantiosos, Toledo debió pedir disculpas al pueblo arequipeño y comenzar negociaciones con los alcaldes y el FACA, que fructificaron en la firma de la Declaración de Arequipa en la que se compromete a no seguir adelante con las privatizaciones y dejar todo en manos del poder judicial. La ciudad fue una fiesta, y la rebelión aceleró el desgaste del gobierno de Toledo.

En el caso de Bolivia, la llamada “guerra del agua“ en la ciudad de Cochabamba, merecería un capítulo aparte. Es la primera gran batalla de calles con objetivos precisos que resulta victoriosa en muchos años, y fue capaz de reunir a sujetos sociales muy diversos: obreros, campesinos, indígenas, amas de casa, profesionales, y jóvenes.

A comienzos de 2000 se creó la Coordinadora por el Agua y por la Vida, que agrupa al Comité de Defensa del Agua, a las Federaciones de Regantes, a los sindicatos de fabriles y maestros, comerciantes, campesinos y a colegios profesionales como los de ingenieros, abogados y economistas. La Coordinadora convocó una consulta popular para el domingo 26 de marzo, luego de marchas, cabildos abiertos y movilizaciones que fueron duramente reprimidas llegándose a la militarización de la ciudad. La consulta recogió la opinión de 50 mil personas que se pronunciaron en más de 140 mesas electorales en todos los barrios. Basada en ese resultado, se convocó a partir del 4 de abril a un bloqueo general de la ciudad y de las carreteras, exigiendo al gobierno la solución definitiva al problema del agua, advirtiendo que daba comienzo la “batalla final” para que Aguas del Tunari se retirara de la región, se congelaran las tarifas de agua y se derogara la ley.

A partir del 4 de abril la Coordinadora comenzó un paro con bloqueo de rutas, a los que sumó la Confederación campesina (CSUTCB) cortando las rutas en todo el país, y hasta el personal de las líneas aéreas (LAB) suspendió sus vuelos en apoyo a la lucha en Cochabamba. Después de cuatro días de huelga general, militares y policías tomaron la plaza de Cochabamba que estaba colmada de manifestantes, detuvieron a los dirigentes de la Coordinadora y establecieron el estado de sitio. En las zonas rurales del departamento de La Paz se realizaron tres cabildos (el más importante fue el de Achacachi, cerca del lago Titicaca, con 15 mil indios), que ratificaron continuar los bloqueos de carreteras. El 7 de abril, Cochabamba fue nuevamente tomada por miles de personas que volvieron a ocupar la plaza haciendo retroceder a la represión. El alcalde anunció que Aguas del Tunari se retiraba y se desató una fiesta popular. Militares y policías se vieron obligados a retirarse a los cuarteles ante la masiva presencia de la población en las calles. En este clima, el 10 de abril el gobierno accedió a firmar un acuerdo con los campesinos y confirmó la retirada de Aguas del Tunari.

En la insurrección de Cochabamba emergieron “inéditas formas organizativas capaces de cobijar la moderna obrerización híbrida de la población urbana y la expansión de construcciones discursivas fuertemente ancladas en un auto reconocimiento en la carencia, el sufrimiento y la laboriosidad”. Se rechazó de forma explícita la marcha y la huelga como forma principal de lucha, por considerarlas propias de momentos de reflujo, y se optó por la ocupación del espacio. La forma de consulta con las bases fue el cabildo; la representación tradicional desapareció en aras de la representación propia, de la multitud en la calle, que es “una trama intensa de auto organización local”, una poderosa red de poder, movilización y control territorial y regional propios. 15

La descripción de cómo la multitud pasa de su estado de desagregación a una multitud en estado de militarización, revela la profundidad de la movilización y de los cambios respecto a la anterior centralidad del sujeto obrero: “Cada barrio, cada comité de aguas, comenzó a llegar a la plaza con sus autoridades y estandartes por delante de unas formaciones compactas de jóvenes, hombres y mujeres blandiendo palos, botellas, molotovs, piedras y cuchillos. Cada barrio, sindicato agrario y comité de aguas había decidido ir a la plaza a hacer la guerra y venía dispuesto a ello […] Sobre esa base de militarización de las estructuras locales de movilización, nacerán luego los guerreros del agua que se atrincherarán en la plaza 14 de septiembre durante los tres días siguientes“.16

En Paraguay, los principales protagonistas de la lucha contra las privatizaciones fueron los campesinos, que en un proceso de apenas cuatro años consiguieron unificar al conjunto del movimiento popular en el Congreso Democrático del Pueblo (CDP). El Congreso es la confluencia de más de sesenta organizaciones campesinas, sindicales, populares y políticas, que se construyó de abajo hacia arriba luego de la fractura de la unidad campesina en 1998.

A su vez, fueron tejiendo amplias alianzas que cuajaron en la formación del Frente en Defensa de los Bienes Públicos y el Patrimonio Nacional y la Plenaria Popular Contra el Terrorismo de Estado. Ante la inminente privatización de las empresas estatales, y el aumento de la represión, que incluyó la presentación ante el parlamento de una ley antiterrorista impulsada abiertamente por la embajada de Estados Unidos, se creó el 15 de mayo de 2002 el CDP. En su primera sesión, ante más de mil delegados, se resolvió iniciar una amplia movilización nacional por la derogación de la ley de privatizaciones, contra le ley de reforma de la banca pública, la ley antiterrorista, la que privatiza las rutas nacionales, la del impuesto agropecuario y contra la corrupción y la impunidad que campean en el país.

El 21 de mayo comenzaron las movilizaciones de forma escalonada, con intermitentes cortes de rutas en 18 puntos de 12 departamentos del país. En un clima de gran polarización, se produjeron choques entre campesinos y fuerzas represivas, se detuvo a más de cien manifestantes y varios dirigentes sociales. A 130 kilómetros de Asunción, en la ciudad de Coronel Oviedo, en la principal ruta del país, sólidas barreras policiales y militares impidieron el paso de unos cinco mil campesinos que se dirigían hacia la capital, en la que murió un campesino. Pero en los días siguientes los campesinos rompieron los cordones represivos y se acercaron a la capital, mientras la oleada de protestas se extendía a todo el país. El 3 de junio, los campesinos comenzaron a llegar a Asunción y acamparon en las plazas frente al parlamento, mientras en las principales ciudades continuaban las manifestaciones y las rutas seguían cortadas. Al día siguiente, miles de campesinos de la región Norte rompieron los cordones policiales para confluir hacia la capital con otras columnas que avanzaban desde el Este y el Sur, mientras 1 500 personas tomaban la comisaría de la ciudad de San Estanislao. Los estudiantes también hicieron cortes carreteros y se suspendieron las clases en todo el país. En ese clima, el Senado suspendió por tiempo indefinido la ley de privatizaciones. Fue una importantísima victoria tras 16 días de intensas movilizaciones.

 

Balance provisorio: crisis social y política

Las victoriosas luchas contra las privatizaciones en cuatro países latinoamericanos, observadas desde el propio campo popular, revelan cómo se han ido configurando nuevos sujetos sociales a raíz de los cambios promovidos por dos décadas de neoliberalismo. Pero revelan también la fragilización de los Estados nacionales, la aparición de nuevas formas de lucha y relaciones diferentes entre actores sociales y políticos.

Desde 2000 se evidencia una recomposición del campo popular, una de cuyas manifestaciones son las mencionadas luchas contra las privatizaciones, luego de las derrotas de los años ochenta y noventa. Sin embargo, esta ofensiva se alza sobre un terreno social modificado por el modelo neoliberal. Los cambios más evidentes se relacionan con la inexistencia de un actor central como lo fueron los obreros en el periodo anterior. En su lugar, aparecen un conjunto de protagonistas (desde informales y desocupados hasta técnicos y profesionales) que establecen alianzas de hecho ante situaciones concretas. En suma, aparecen nuevos sujetos sociales que presentan una gran heterogeneidad. En todos los casos, tienden a establecerse relaciones distintas entre las fuerzas sociales y las políticas: el dinamismo movilizador corre por cuenta de las primeras, en tanto las segundas buscan aportar a reconfigurar las viejas estructuras de la izquierda (como en el caso boliviano) o quedan por fuera del escenario (como en el caso peruano).

En segundo lugar, las luchas contra las privatizaciones ponen al descubierto la debilidad creciente de los Estados nacionales. Salvo en el caso uruguayo, donde el Estado mantiene su hegemonía sobre la sociedad civil, destaca la incapacidad para resolver los conflictos sociales sin apelar a la represión. Este debilitamiento de los Estados nacionales está directamente relacionado con las políticas neoliberales y, en paralelo, con la creciente debilidad de las izquierdas tradicionales en la mayor parte del continente.

Los cambios socioculturales se reflejan en los cambios en las formas de lucha, estrechamente vinculados a la crisis de representación que atraviesa a todos los países. Los cortes de ruta y las movilizaciones de tipo insurreccional, vienen a ocupar el lugar de las huelgas y los paros del movimiento sindical. Estas formas de lucha tienen dos características destacables: representan la emergencia de actores territorializados, con una nueva configuración y relación espacial, en la que los pobladores, los campesinos y los desocupados juegan un papel relevante, junto a las mujeres y los jóvenes. Las multitudes ocupan el espacio público porque rechazan la representación, se autoconvocan y dan vida a esa forma-multitud que ha protagonizado las luchas más importantes de los últimos años en América Latina.

 

Viejos problemas, nuevas preguntas

Por último, comienza a cobrar forma un nuevo debate que está íntimamente relacionado tanto con el fracaso de las privatizaciones como con el éxito de las luchas contra el neoliberalismo: ¿Qué hacer con las empresas privatizadas? ¿Cómo recuperarlas? Y, sobre todo, ¿cómo y quién debe gestionarlas?

El reciente referendo en Bolivia puede ser un buen indicador. El primer dato es que el movimiento social que aparece muy unido frente a las privatizaciones, se divide y fragmenta cuando se trata de encontrar soluciones. La enorme fortaleza que mostró el pueblo boliviano, a la hora de defender con su vida la nacionalización del gas, se evaporó cuando el gobierno de Carlos Mesa convocó la consulta del 18 de julio.

El problema, en el fondo, es el Estado. Cada vez son más los sectores sociales que desconfían de la capacidad de los Estados de gestionar correctamente los recursos de cada país. La memoria sobre la corrupción y el clientelismo en la gestión de las empresas luego privatizadas, juega en contra de la opción estatal como alternativa. Sin embargo, el debate está presente. En Bolivia desde la “guerra del agua” en Cochabamba, y desde la revuelta de octubre de 2003 con la cuestión del gas. Pero también se debate en Argentina y en muchos otros países.

La opción no es, como tiempo atrás, entre público y privado. El economista argentino Julio Gambina, recogiendo el sentir de asambleas populares y grupos piqueteros, reconoce que la estatización sin más de las empresas privatizadas no sería un buen camino, “porque termina siendo burocrático y sometido al grupo político que administre al Estado en ese momento”17. Nadie tiene alternativas preparadas, pero en los debates en curso van apareciendo posibilidades de gestión no estatal o, cuando menos, mixta: empresas cooperativas gestionadas por los usuarios, con posible participación del Estado, conformado un área social flexible que pueda dar cabida a empresas públicas no estatales, mutuales, cooperativas y formas comunitarias de organización.

Todas las opciones, al parecer, pasan por la co-administración entre consumidores, trabajadores y, tal vez, el Estado. El debate, aún incipiente, tiene una enorme virtud: coloca las preocupaciones de la gente común en otro lugar; en cómo hacer para autogestionar los bienes públicos sin entregarlos a ”otros” para que lo hagan. Si este camino se profundiza, tal vez la terrible historia de las privatizaciones pueda tener un final feliz.

Notas

  1. Eric Toussaint, Deuda externa en el Tercer Mundo: las finanzas contra los pueblos, Nueva Sociedad, Caracas, 1998, p. 141.
  2. Giovanni Arrighi y Beverly Silver, Caos y orden en el sistema-mundo moderno, Akal, Madrid, 2001, p. 219.
  3. Toussaint, p. 86.
  4. Nicholas Brady fue secretario del Tesoro….
  5. Citado por Toussaint, p. 79.
  6. Toussaint, p. 189.
  7. Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Buenos Aires, 2002, p. 90.
  8. Daniel Muchnik, Plata fácil. Los empresarios y el poder en la Argentina, Norma, Buenos Aires, 2001, p. 227.
  9. Toussaint, p. 191.
  10. Jaime Coronado Del Valle, “Democracia, ciudadanía y protesta social: la experiencia de Arequipa y la colonialidad del poder”, en revista OSAL No. 8, CLACSO, Buenos Aires, setiembre de 2002.
  11. David Harvey El nuevo imperialismo, Akal, Madrid, 2004.
  12. Harvey, p. 121.
  13. Por más información puede consultarse el sitio www.agn.gov.ar
  14. Resumen del informe de Flacso, “El modus operandi”, en www.lavaca.com
  15. García Linera, Alvaro, Gutierrez, Raquel y Tapia, Luis “La forma multitud de la política de las necesidades vitales", en El retorno de la Bolivia plebeya, Muela del diablo, La Paz, 2000, p. 148.
  16. Linera, et.al.,p. 157.
  17. Julio Gambina, “Cómo recuperar las empresas privatizadas”, en www.lavaca.org

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