El Alto: Un Mundo Nuevo Desde la Diferencia

Un caos en movimiento. Una Babel enmarañada. Vendedoras callejeras y comerciantes, mercaderes y feriantes, corredores y comisionistas machacando sones contumaces, tránsito agitado sobre el barro negro y pegajoso que rebalsa aceras y calles; zumban bocinas mezcladas con músicas andinas –tradicionales de roncos pututus y de electrizantes guitarras–, fusionadas con voces que ofrecen-venden-reclaman-mercadean; cientos de camionetas se preparan para sumergirse en la hoyada paceña, y otras tantas hacen la proeza de remontar la interminable cuesta: es la Ceja de El Alto, el centro o el nudo comercial y político de la urbe aymara. Una bacanal de colores y sonidos. A medida que se va permaneciendo, en el punto en que los sentidos se acostumbran a los 4.100 metros de altura y al aire gélido que sopla desde la nevada Cordillera Real, cuando se va aclimatando al ajetreo y al gentío, la batahola empieza a cobrar forma. Basta con dejarse llevar por el ambiente, para que los ruidos arremolinados se truequen en rumor, y la cacofonía en son. El Alto es un caos mirado desde fuera. O sea, si se cultiva la mirada occidental, ajena, colonial.

La insurrección de octubre de 2003, que derribó al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada y trabó la continuidad del modelo neoliberal en Bolivia, iluminó la existencia de una sociedad alterna que tiene su mayor desarrollo entre los aymaras del entorno del Lago Titicaca, y en la ciudad de El Alto su mayor exponente. Esa sociedad cuenta con sus propias instituciones políticas y sociales, su propia economía y una cultura netamente diferenciada de la sociedad “oficial”, mestiza y blanca, que se asienta en las instituciones estatales y en la economía de mercado. Mostrar algunos aspectos de esa “otra” sociedad es el objetivo de este breve trabajo.

Crecimiento explosivo

El Alto ha jugado un papel destacado en las luchas sociales bolivianas. En 1781 las milicias aymaras de Tupac Katari y Bartolina Sisa establecieron en esa zona, pampas despobladas entonces, su cuartel general desde el que bajaban a La Paz, ciudad que cercaron durante meses. En 1899 los aymaras de El Alto establecieron una muralla humana durante la guerra federal para impedir el ingreso de tropas constitucionales. En 1952, fue el escenario político que confirmó el triunfo de la revolución nacional. Desde comienzos de este siglo, El Alto es el centro político de los aymaras, la ciudad que crece con mayor velocidad en el país, y es la ciudad rebelde más importante de América Latina.

El Alto tiene una ventaja geográfica y estratégica sobre La Paz, centro político y administrativo del país. Situado a 4.000 metros, domina las laderas y el acceso a la capital, ubicada a 3.600 metros en una inmensa hoyada, una profunda depresión del terreno en la que los españoles construyeron la principal ciudad boliviana. Desde un punto de vista social, puede decirse que en el Altiplano los pobres viven arriba (El Alto) y que los ricos viven abajo (La Paz). Esta ventaja geográfica de los aymaras ha jugado un papel destacado en la historia de Bolivia y lo sigue jugando aún hoy.

En 1952 vivían en El Alto apenas 11 mil personas, que constituían una población básicamente rural. En 1960 ya eran 30 mil; en 1976 ascienden a 95 mil. Entre 1976 y 1985 (cuando consigue la autonomía municipal) la población creció explosivamente (211 mil personas en 12 años) por la emigración desde los centros mineros y desde las áreas rurales aymaras y quechuas del Altiplano, alcanzado los 307 mil habitantes, para llegar a 405 mil en 1992. Según el censo del año 2001 la población asciende a 650 mil personas y actualmente se supone que se acerca a las 800 mil, de las cuales el 81% se autoindentifican como indígenas, en particular aymaras. La ciudad está constituida por nueve distritos, ocho urbanos y uno rural, y puede dividirse en tres zonas: la Norte está poblada por migrantes del Altiplano en la que predomina la actividad artesanal, manufacturera y comercial, que se expresa en la gigantesca feria de la avenida 16 de julio, donde confluyen unos 40 mil puestos de venta; la zona Central denominada la Ceja, donde están ubicados los principales servicios públicos, agua y luz; y la zona Sur, donde existen algunas fábricas y migrantes de la región sur del departamento de La Paz. El aeropuerto internacional está incrustado en medio de la ciudad.

Un reciente estudio sociológico define a El Alto como “un conglomerado híbrido de distintas experiencias comunales, artesanales, comerciales y obreras que se mueven en el espacio urbano y se entrecruzan cotidianamente de forma fragmentada”. La inmensa mayoría son pobres o muy pobres, y no tienen acceso al agua potable, la luz, la salud, la educación y la vivienda. El Alto es una ciudad precaria, de calles irregulares y polvorientas, de viviendas de adobe a las que se les van adosando ladrillos, y su población vive bajo temperaturas extremas que en promedio oscilan entre los 10 grados bajo cero y los 20 grados mientras brilla el macizo sol del mediodía. Un dato adicional: el 60% de la población tiene menos de 25 años.

Una ciudad autoconstruida

Este crecimiento explosivo –a un promedio de casi el 10% anual– ha llevado a que una buena parte de los alteños no tenga acceso a los servicios básicos. En 1997, UNICEF estimaba que sólo el 34% de los alteños tenían acceso a todos los servicios, incluyendo calles asfaltadas o empedradas, servicio de basura y teléfono público. En 1992 sólo el 20% de los habitantes tenían acceso al alcantarillado y el 18% al servicio de basura. Pero en algunos distritos esos porcentajes descienden, en el caso del alcantarillado, al 2%, y los trámites para conseguirlo pueden demorarse hasta diez años. El 20% no tiene agua potable ni electricidad; el 80% vive en calles de tierra.

Por otro lado, hasta un 75% de las familias no tiene ningún tipo de afiliación médica, en una zona donde abundan las enfermedades respiratorias agudas y las diarreas, y se registra una elevada mortalidad infantil. El analfabetismo alcanzaba a comienzos de los 90 al 40% de la población y sólo el 25% accedía al bachillerato. En general, los servicios han sido construidos por los propios vecinos, organizados en juntas vecinales que, a su vez, se agrupan en la Federación de Juntas Vecinales de El Alto (Fejuve). Actualmente existen unas 500 juntas vecinales, que han sido las encargadas de la construcción urbana, ya sea directamente con trabajo colectivo solidario o presionando a las autoridades municipales.

En cuanto al trabajo, la principal característica es el autoempleo. El 70% de la población ocupada trabaja en el sector familiar (50%) o semiempresarial (20%). Ese tipo de emprendimientos son mayoritarios en el comercio y restaurantes (95% de los ocupados), seguidos por la construcción (80%) y la manufactura (75%). En esos sectores predominan los jóvenes: más de la mitad de los empleados en la manufactura tienen entre 20 y 35 años, siendo la presencia femenina abrumadora en el comercio y los restaurantes de las categorías familiar y semiempresarial.

En El Alto la protagonista principal de los mercados laborales es la familia, tanto como unidad económica generadora de empleo o como contribuyente del mayor número de trabajadores en calidad de asalariados. En esos espacios surge una nueva cultura laboral y social, signada por el nomadismo, la inestabilidad y relaciones de trabajo diferentes: no hay separación entre la propiedad y la gestión de la unidad económica y el proceso productivo. En las unidades familiares predomina el trabajo familiar no remunerado; unos se enseñan a otros cómo hacer el trabajo y la administración del tiempo empleado en la realización del producto es de exclusiva responsabilidad de quien trabaja, siempre que cumpla a tiempo con los pedidos.

Tanto la construcción de la ciudad por los propios vecinos como el autoempleo, han generado una relación muy particular con el medio: los habitantes de El Alto son conscientes de que todo lo han hecho ellos, lo que se resume en un sentimiento de pertenencia y autoestima muy elevadas.

Organización para la sobrevivencia y la resistencia

La autoconstrucción de la ciudad y la autogeneración de empleo no hubieran sido posibles sin una sólida organización de base, barrio por barrio, calle por calle, mercado por mercado. Desde 1957 existen organizaciones vecinales aunque la Fejuve fue creada recién en 1979. Sin embargo, no es la única organización de El Alto. Existen clubes de madres, asociaciones juveniles y culturales, centros de residentes de emigrantes de las diferentes provincias y regiones, asociaciones de obreros relocalizados, asociaciones de padres de familia que se encargan de gestionar la educación, y la Central Obrera Regional (COR) de El Alto.

En los años 70 se fueron creando federaciones laborales de comerciantes y artesanos, “que a diferencia de los obreros de empresa, tienen una identidad laboral de fuerte arraigo territorial”. Surgieron así las organizaciones de gremiales, artesanos y comerciantes minoristas, los panificadores y los trabajadores de carne, que en 1988 crean la COR, a la que se incorporaron los bares y pensiones y los empleados municipales. Estas agrupaciones son, en su inmensa mayoría, de microempresarios y trabajadores por cuenta propia, un sector social que en otros países habitualmente no están organizados. Desde el comienzo, la COR coordinó sus acciones con la Fejuve, siendo los actores más importantes de la ciudad, que jugaron un papel determinante en la lucha por la creación de la Universidad Pública de El Alto (UPEA) en 2001, y sobre todo en las grandes movilizaciones de setiembre-octubre de 2003 y mayo-junio de 2005 que se saldaron con la caída de los presidentes Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa.

Una mirada más fina de las juntas vecinales permite comprender que estamos ante un tipo de organización comunitaria que, de alguna manera, reproduce la forma de organización tradicional de los aymaras y quechuas rurales. En El Alto, la población recreó –reprodujo modificándola– la ancestral comunidad andina. El sociólogo aymara Felix Patzi se pregunta: “¿Porqué la gente obedece a las organizaciones, cuando podría no hacerlo?”. Patzi se refiere a que las juntas vecinales y las gremiales de los mercados establecen la participación obligatoria de sus miembros en las manifestaciones, asambleas y en todas las acciones que convocan. Para ello elaboran “fichas” como forma de control de la asistencia de cada familia. Lo que debe ser respondido es, en su opinión, las razones por las cuales la población acata. En efecto, la obligatoriedad forma parte de la cultura comunitaria, pero en el caso de las comunidades rurales se debe a que los campesinos no son propietarios de la tierra, que sólo pueden usufructuar, y en caso de no acatar pierden el acceso al único medio de sobrevivencia.

Según Patzi, hay tres elementos que son los que permiten hablar de comunidad en El Alto, vinculados al mercado, el territorio y la educación, que muestran la validez de la estructura comunitaria. En su opinión, una comunidad se caracteriza por la existencia de propiedad colectiva y posesión privada de los bienes. En la comunidad rural ese papel lo juega la tierra, pero en El Alto es más complejo. En el comercio, “los puestos de venta no son propiedad privada, son manejados por el sindicato, los llamados gremios, o sea que el propietario es la colectividad. La gente obedece al gremio porque sin poder comerciar no pueden sobrevivir”. En cuanto al territorio, “las decisiones en torno a conseguir agua, luz, gas y otros servicios no son individuales. Si no acatas las decisiones de la junta tu calle no tendrá aceras o agua o luz, porque las cooperativas que se han creado para los servicios son acciones colectivas que han salvado el déficit estatal”. Por último, los comités de padres son los que controlan el acceso de los hijos a la educación, de modo que la participación en sus asambleas y acciones son decisivas para asegurar el futuro de sus hijos. Este conjunto de características es lo que se denomina como “obligatoriedad”, pero no se trata de obligaciones impuestas sino consensuadas, aceptadas por la población que siente que la comunidad urbana es una suerte de extensión natural de la comunidad rural y la forma de organización que asegura la sobrevivencia en un medio hostil.

Las juntas vecinales realizan asambleas mensuales o semanales en las que se discuten todos los problemas del barrio, a las cuales debe asistir un miembro por familia o núcleo habitacional. Las juntas son territoriales y para ser reconocidas por la Fejuve deben tener un mínimo de 200 miembros. Son parte de “un proceso de autoorganización social de las zonas urbanas para debatir y buscar resolver las necesidades básicas urbanas (agua potable, electricidad, alcantarillado, atención de salud, educación, campos recreativos, etc.), de la población de sus barrios”.

Los que aspiran a ser dirigentes de la junta vecinal, deben cumplir algunos requisitos: vivir por lo menos dos años en la zona, no ser loteador (o sea especulador que vende terrenos), comerciante, transportista, panadero o dirigente de algún partido político; no ser “traidor” ni haber colaborado con las dictaduras.

Pablo Mamani, aymara y director de la carrera de Sociología de la UPEA, sostiene que las juntas vecinales “tienen una característica parecida a las comunidades rurales del mundo andino, por su estructura, su lógica, su territorialidad, su sistema de organización”. Aunque cada familia tiene su vivienda en propiedad, hay áreas de uso común como las plazas, las canchas de fútbol y la escuela, pero agrega que “para comprar o vender un lote o una vivienda, la familia se presenta a la junta vecinal que controla si no hay deudas pendientes o algún aspecto que impide la transacción”. Además, la junta vecinal “es el espacio para presentar al vecino nuevo que ofrece cerveza para ser recibido y aceptado”.

Aunque la participación en la junta vecinal es voluntaria, “el que no acude recibe una sanción social, a través de rumores que dicen que el vecino no respeta a la vecindad o a la junta”. Para evitar esa imagen negativa, prácticamente todos los vecinos participan en las asambleas mensuales. A quienes no acuden a las marchas, actos, cortes o a las propias asambleas, se les imponen multas que suelen ser castigos simbólicos. Más aún, la junta vecinal suele interceder en los conflictos y riñas entre vecinos, y en ocasiones muy graves administra justicia, con sanciones que suelen ser trabajos en beneficio del barrio, lo que les otorga un carácter que va mucho más allá de la asociación tradicional y los asemeja a las comunidades agrarias. Las juntas vecinales son la columna vertebral del movimiento social en El Alto, y permiten comprender la potencia de ese movimiento.

Las formas de acción de la comunidad urbana

Las juntas vecinales son una forma de organización horizontal de la “comunidad vecinal” que conforman verdaderas redes extensas a escala barrial y distrital que actúan sin intermediarios, elementos que aparecen recién en la escala superior de la Fejuve. En esta instancia, la cultura comunal se disuelve y da paso a la “otra” cultura, la mestizo-blancoide según señala la antropóloga Silvia Rivera Cusicanqui, signada por el clientelismo, el racionalismo y el colonialismo. Pero es la experiencia de base horizontal “la que precisamente se tensará exitosamente durante las jornadas de sublevación civil de octubre de 2003”.

La forma de movilización y acción de esas bases echa luz sobre lo que realmente es y significa este entramado social. Esto supone acercar la mirada a estas llamadas micro-estructuras de movilización barrial, ya que es durante esa movilización cuando se despliegan las potencias y se hacen visibles aspectos que aparecen ocultos o sumergidos en la cotidianeidad. En general, los testimonios y análisis coinciden en que durante la rebelión las bases desbordaron a sus dirigentes y a las propias organizaciones, a tal punto que varios dirigentes medios aseguran que “fuimos obligados por las bases”. Se trata de una presión sorda, que viene de muy abajo, y es por lo tanto incontenible cuando se despliega. Roxana Seijas, dirigente de la Fejuve, señala algo sorprendente respecto a la relación entre bases y dirigentes: “Aquí a la cabeza con sus entornos (por los dirigentes) nos llaman rellenos”. O sea, que son superficiales, como adornos, pero son forzados por las bases a trabajar (“nosotros los rellenos somos los que hemos trabajado”). Su testimonio muestra dos aspectos claves de la cultural comunal: ser dirigente no es un privilegio sino un servicio que nunca se autonomiza de la base; y, como son “relleno”, pueden ser cambiados por otros sin que deje de funcionar la organización, sin que se produzcan traumas ni cambios de orientación.

Así, la rebelión “careció de organizador y líder, y fue ejecutada directamente por los vecinos de barrio y calle”; las juntas vecinales “no fueron estructuras organizativas de la movilización sino estructuras de identidad territorial en cuyo interior otro tipo de fidelidades, de redes organizativas, de solidaridades e iniciativas se desplegaron de manera autónoma por encima y, en algunos casos, al margen de la propia autoridad de la junta vecinal”. En muchos casos, la junta vecinal era sólo invocada de manera simbólica para marchas y caminatas que eran en realidad iniciativas de flexibles redes sociales territoriales que se creaban durante los acontecimientos y se convertían en “estructuras de mando, deliberación y ejecución de decisiones”.

Algo así sólo puede suceder si ya existe, en la vida cotidiana, el hábito de la autoorganización. Esas redes se conformaban como comités de movilización, como Comités en Defensa del Gas o, en ocasiones, no toman forma a través de nombres sino que son simplemente la manera natural como los vecinos se agrupan para resolver sus problemas diarios, que en cierto momento se vuelcan en la autodefensa de la comunidad.

Las asambleas jugaron un papel decisivo. Sobre la base de la amplia experiencia asamblearia de las juntas vecinales, los pobladores de los barrios se agruparon en asambleas informales pero masivas, convertidas en espacios de deliberación y encuentro, de legitimación y legalización social de la movilización, y en escenario de intercambio de informaciones. Las radios locales, por su parte, amplificaron la comunicación entre las bases y le dieron un carácter de cohesión masiva, en particular la red Erbol (Educación Radiofónica de Bolivia), vinculada a la Iglesia Católica.

El ancestral sistema de turnos, surgido en las comunidades rurales, permitió garantizar las vigilias para los bloqueos de calles y rutas, la alimentación de los movilizados y el mantenimiento de la acción callejera en niveles muy elevados de masividad. El sistema de rotación o turnos se utiliza para todas las acciones colectivas, desde la representación hasta los bloqueos, y consiste en la rotación por distritos y zonas, comunidades y familias, de modo que mientras unos participan directamente otros descansan y mantienen activa la vida cotidiana. Un ejemplo: en una zona donde participan 100 vecinos en los cortes, la mitad salen en el turno de seis de la mañana a tres de la tarde y la otra mitad lo hace de tres a doce de la noche; durante la noche la vigilia es voluntaria. De ese modo, todos participan y mientras unos cortan o se manifiestan otros hacen la comida, producen y se preparan para participar en el turno. Además, la rotación permite que esas cien personas no participen todos los días, sino que son relevadas por otras comunidades o zonas o grupos de familias. Así, cada persona puede participar directamente en las calles cada varios días, o semanas incluso, permitiendo mantener la acción social de forma indefinida desgastando al aparato represivo y al Estado. En ciertas movilizaciones, como la que sucedió en setiembre de 2000, participaron rotativamente medio millón de aymaras (de un total de un millón y medio que viven en Bolivia), lo que revela que prácticamente toda la población estuvo de alguna manera involucrada a través de esta forma no jerárquica de división del trabajo.

El despliegue del abajo: las insurrecciones

En los años 90, en pleno auge del neoliberalismo, se produjeron cambios importantes en El Alto. Al fortalecimiento de los movimientos sociales anotado arriba, debe sumarse un cambio notable en el escenario político. En las elecciones de 1989 un partido nuevo, Condepa (siglas de Conciencia de Patria), consigue el 65% de los votos desplazando sorpresivamente a los partidos tradicionales (MNR, MIR, ADN) a posiciones marginales. Debe consignarse que esto sólo sucedió en El Alto y en La Paz, agudizando así un comportamiento diferenciado de los aymaras, que se mantuvo estable en el apoyo a Condepa durante casi una década.

Condepa fue formada por el popular locutor y cantante Carlos Palenque, a quien en 1988 el gobierno del MNR clausura sus medios de comunicación, Radio Metropolitana y Canal 4 que conformaban el Sistema Radio-Televisión Popular (RTP). Palenque y Condepa fueron rechazados por las elites y las clases medias mestizas y blancas, a quienes despreciaban por considerarlos “populacheros” y sensacionalistas. Sin embargo, Condepa era la expresión de los aymaras pobres de ambas ciudades, aquellos sectores marginados y despreciados por las elites. “Fue un partido que no sólo expresó sino también reivindicó la reciprocidad y la cultura andina”, lo que le generó lealtades ciudadanas aceitadas por ayudas solidarias que Palenque conseguía a través de los medios en los que, además, denunciaba “el orden injusto imperante en nombre de los excluidos del juego económico, social, político y cultural”.

Aunque Condepa cayó en el mismo juego de corrupción y clientelismo que denunciaba, y no pudo recuperarse de la muerte de su líder en 1997, sufriendo una crisis de liderazgo que la llevó a su muerte política en las elecciones de 2002, tuvo un papel destacado en el crecimiento de la autoestima de los sectores populares aymaras. O, dicho de otro modo, Condepa surge cuando los aymaras pobres de las ciudades están en pleno proceso de autoafirmación que no podrían haber procesado a través de los partidos establecidos –de derecha o de izquierda–, sino utilizado un outsider al que visualizaban como parte de su mundo cultural. “La sólida constitución de la identidad cultural de los pobladores de El Alto se ha expresado en votaciones colectivas”, dice un estudio sobre el tema, lo que revela que en esa ciudad la votación “obedece a formas de comportamiento colectivo imbuidas de significado cultural”.

La crisis de Condepa es paralela al crecimiento del Movimiento al Socialismo (MAS) y el Movimiento indígena Pachakutik (MIP), que tuvieron muy buena votación en El Alto, y son los partidos más ligados a los nuevos actores sociales. Ya en 2003 el movimiento social alteño, que había iniciado un ascenso desde la “guerra del agua” en Cochabamba, en abril de 2000, y en las movilizaciones aymaras rurales de setiembre de ese año, se convierte en el principal actor del país. El 5 de marzo de 2001 la Fejuve convocó un paro que se dejó sentir sobre todo en los barrios periféricos con tomas de calles y avenidas, en las que “se observa cómo las mujeres bloquean sentadas al medio de las avenidas picchando (masticando) coca y conversando en aymara o en castellano”, mientras las principales avenidas “se habían convertido en una especie de asambleas grupales donde incluso participan los niños y niñas”.

Crece la tendencia a organizarse por zonas y cuadras mientras en las grandes jornadas se produce una suerte de “reunificación interbarrial con características indígenas”, según Mamani. El año clave de 2003 comienza con acciones contundentes. Mientras el 12 y 13 de febrero se registra en La Paz el enfrentamiento armado entre policías sublevados y militares que los reprimen, en el que mueren 11 policías y 4 soldados, en la ciudad de El Alto una multitud asalta la alcaldía y las instalaciones de Coca Cola y las saquea e incendia. Es la segunda vez que la alcaldía de El Alto es incendiada por la multitud, en esta ocasión enfurecida por la mala gestión del alcalde del MIR. En esas jornadas, en las que son incendiadas las sedes de los principales partidos (MIR, MNR, ADN) y oficinas gubernamentales, mueren en La Paz y El Alto 33 personas.

El 1 de setiembre de ese año, mientras en las zonas rurales los campesinos se movilizan contra la venta del gas por Chile, en El Alto comienza la movilización contra los formularios Maya y Paya (uno y dos en aymara) que redundarían en el aumento de impuestos inmobiliarios. El 15 y 16 la ciudad está paralizada y la población se concentra ante la alcaldía, corta calles en cada barrio y las principales salidas de la ciudad. El mismo 16 la alcaldía retrocede anulando los formularios, lo que significa un resonante triunfo de la movilización social. Pero el día 20 se produce la masacre de Warista (escuela-ayllu histórica para los aymaras, situada en Omasuyos, cerca del lago Titicaca), en el que mueren cuatro indígenas y un soldado.

En un clima de repudio y de indignación colectiva, el 2 de octubre se realiza un paro de 24 horas en El Alto mientras en la Radio San Gabriel se mantiene una huelga de hambre de la dirigencia aymara, encabezada por Felipe Quispe, dirigente de la central campesina CSUTCB. La ciudad se convierte en “factor estructurante de los indígenas en Bolivia”, tanto a nivel urbano como rural. A partir del 8 de octubre, se declara un paro indefinido en El Alto contra la venta del gas, convocado por Fejuve, COR y la UPEA. El paro es masivo y se plasma en la ocupación de los territorios barriales por los vecinos, que cortan las calles y avenidas, cavan zanjas profundas para impedir el paso de camiones y tanques del ejército. El mismo 8 el ejército dispara hiriendo a dos jóvenes, pero la represión no cesa cobrándose 67 muertos y más de 400 heridos, siendo los días 12 y 13 los más violentos con 50 muertos.

Pese a la militarización de la ciudad y a la brutalidad de la represión, la población alteña consiguió la renuncia de Sánchez de Lozada. Y frenar la venta del gas. ¿Qué pasará en un país donde la población le ha perdido el miedo a los tanques, la represión violenta y la masacre? Todo indica que el futuro de Bolivia se ha desplazado desde las elites blancas y mestizas hacia los aymaras, quechuas, indígenas de todas las etnias y los pobres rurales y urbanos.

Un futuro lleno de sorpresas

Después de octubre de 2003, vino mayo-junio de 2005. Es el quinto levantamiento aymara en lo que va del siglo XXI. El primer gran levantamiento se produjo el 9 de abril de 2000 con epicentro en Achacachi, provincia de Omasuyus. El segundo en septiembre y octubre del mismo año en toda la región del altiplano y valle norte del departamento de La Paz. Se han movilizado siete provincias de esta región aymara. El tercer levantamiento fue en junio-julio del año 2001 con epicentro también en la gran región del altiplano y duró cerca de dos meses. El cuarto tuvo su epicentro en la ciudad de El Alto, en octubre de 2003. Finalmente, el quinto levantamiento aymara se produjo en el mes de mayo-junio de 2005 y nuevamente el epicentro es la ciudad de El Alto. Las demandas centrales son la nacionalización de los hidrocarburos, una asamblea constituyente y una férrea oposición a las autonomías departamentales (impulsadas por las elites de Santa Cruz). “Aquí nuevamente las juntas vecinales y organizaciones laborales se articulan como verdaderos gobiernos barriales.

Las decisiones se toman de forma colectiva y pública a través de las asambleas de barrio. Poco a poco este levantamiento se irradia, primero hacia al interior de los barrios, y después, nuevamente a otras provincias y departamentos del país”, sostiene Mamani. Esta vez el centro efectivo fue Senkata, planta de almacenamiento de combustible y gas licuado. Allí cientos de hombres y mujeres han hecho turnos durante noches y días a lo largo de 18 días para no dejar salir, como dice la gente: “ni una gota de gas” hacia la ciudad de La Paz y otros lugares.

Uno de los hechos más notables, y a la vez esperanzador, es que toda esta actividad social se ha realizado sin la existencia de estructuras centralizadas y unificadas. Tal vez el hecho de que entre los aymaras nunca haya existido un Estado, tenga alguna relación con ello. Sin embargo, la no existencia de ese tipo de aparatos centralizados no ha restado efectividad a los movimientos. Más aún, puede decirse que si hubieran existido estructuras organizativas unificadas, no se habría desplegado tanta energía social. La clave de esta abrumadora movilización social está, sin duda, en la autoorganización de base que abarca todos los poros de la sociedad, que ha hecho superflua cualquier tipo de representación. En segundo lugar, por primera vez el núcleo del movimiento indígena está situado en una gran ciudad, donde han surgido sólidas comunidades urbanas, lo que anticipa cambios profundos y de largo aliento en el movimiento social boliviana que, tal vez, puedan irradiarse hacia otros sujetos en otras partes del continente.

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