72 migrantes masacrados, las víctimas más recientes de la guerra contra las drogas

Herido, cubierto de sangre y desesperado, un hombre se acercó a un puesto de control militar en San Fernando, Tamaulipas, a 160 kilómetros de Brownsville, Texas, para denunciar un acto horroroso. Herido en el cuello, el migrante ecuatoriano que iba rumbo a Estados Unidos guió a miembros de la Marina mexicana a una escena aún más horrenda.

Setenta y dos migrantes de Centroamérica, Brasil y Ecuador se encontraban amontonados en una habitación grande, muertos por heridas de bala.

Según el testimonio del hombre, al parecer, los 58 hombres y 14 mujeres asesinados se habían negado a aceptar las extorsiones de un cartel de las drogas que el presidente Felipe Calderón ha identificado como posiblemente los Zetas. Siguiendo la ley de “plata o plomo” del crimen organizado, a los migrantes les tocaron las balas.

Todas las señales indican que los migrantes murieron a manos de la banda de drogas más brutal de México. Pero también murieron debido a la política de “guerra contra el narcotráfico” de EEUU y México, que fomenta la violencia y ha conducido a un estado de caos y brutalidad al sur de la frontera jamás imaginado. También contribuyeron a su muerte las políticas de inmigración y comercio de EEUU y la negligencia por parte del Estado Mexicano respeto a sus obligaciones de proteger a la gente en su territorio y garantizar los derechos humanos de todos y todas.

Los nombres de los 72 migrantes se sumarán a la creciente lista de civiles que se han convertido en víctimas de una guerra iniciada sin pensar en sus consecuencias y sin una estrategia coherente para el éxito.

Eso, si llegamos a conocer sus nombres.

Representantes de los países de origen de los migrantes han llegado al país para identificar los muertos y han exigido una investigación plena, por considerar que la información entregada hasta la fecha por el gobierno mexicano es “insuficiente.”

Depredadores de los más vulnerables

Estas víctimas más recientes provienen de las filas de seres humanos a los que se consideran supérfluos o sobras de un sistema económico que los aleja de sus hogares y comunidades para buscar empleo en EEUU, pese a los riesgos. Sin protección del gobierno mexicano –pese a numerosos informes sobre este tipo de secuestros y extorsiones en los últimos años—y criminalizados por una sociedad estadounidense que toma su trabajo pero rechaza su humanidad, los migrantes continúan su rumbo hacia el Norte porque no pueden encontrar trabajo en sus países.

Imagine la trayectoria de las 72 vidas que fueron silenciadas el 24 de agosto.

Cada hombre y mujer vendió su tierra, utilizó sus ahorros o se endeudó para emprender el viaje a Estados Unidos. No tienen vías legales para entrar a EEUU pese a que existe una demanda de su trabajo. El costo del cruce se ha disparado y los riesgos han incrementado porque las medidas de seguridad en la frontera estadounidense los han obligado a recurrir a contrabandistas de personas cuando antes cruzaban con guías. Las mujeres son particularmente vulnerables al afrontar abuso sexual por parte de bandas criminales y de la policía a lo largo de la ruta.

La crisis global está golpeando a los pobres en los países en vías de desarrollo. Mientras Estados Unidos pone en marcha programas de estímulo económico y de empleos, sus políticas de libre comercio han fomentado importaciones que desplazan a la producción local y recortan los subsidios estatales y apoyos en los países del Sur.

Pero el debate migratorio en EEUU en general ignora las extremas condiciones que los y las migrantes afrontan en sus países y durante su trayectoria, pese a que acciones y políticas alternativas podrían ayudar a desarrollar formas de ganarse la vida en sus países y proteger los derechos humanos básicos y la seguridad que todo ser humano se merece.

El grupo de migrantes encontrado muerto en Tamaulipas presuntamente fue secuestrado mientras llegaba a la región de la frontera. Típicamente, las bandas del crimen organizado no sólo roban el dinero que los migrantes cargan para pagarle a los contrabandistas para cruzar la frontera, sino que también les exigen que contacten a sus familiares en EEUU para que les envíen más dinero. Ni el gobierno de México ni el de EEUU han hecho mucho por frenar esta red de extorsión transnacional, probablemente porque tanto las víctimas, y muchas veces sus familias, son indocumentadas, colocándoles en una categoría de gente que ha sido privada ilegalmente de la protección del Estado y apartada de la inquietud humanitaria.

Las autoridades mexicanas a cargo de la protección de la gente dentro de sus fronteras con demasiada frecuencia son parte del problema en vez de la solución. Los crímenes contra los migrantes han ido en aumento, porque tanto los criminales como policías corruptos han encontrado en ellos una ganancia fácil.

La violencia de la lucha antidrogas

Aunque la situación económica en sus países obliga a miles a buscar trabajos en el Norte, la asistencia estadounidense se ha concentrado en equipo militar y capacitación en las áreas de seguridad e inteligencia, como en el caso del paquete de ayuda de 1.500 millones de dólares para México conocido como la Iniciativa Mérida. A través del hemisferio occidental, la lucha contra las drogas se ha convertido en el pretexto más reciente para la militarización, en una amplia red que no sólo combate el crimen organizado sino también a los trabajadores indocumentados y a la oposición política.

En México, la estrategia de la guerra contra las drogas ha desatado una lucha sin límites por las rutas y mercados entre carteles rivales, cuya violencia ha traspasado las fronteras del crimen organizado hasta afectar ahora la vida diaria (y la muerte) en ciudades fronterizas y otras regiones.

Para tener una idea clara de cómo la violencia engendra violencia, echen un vistazo a los Zetas. En resumen, son un grupo de desertores de la élite militar mexicana, con capacitación estadounidense, que dio el salto al crimen organizado, llevándose consigo todo el conocimiento proporcionado por el gobierno en tácticas de contrainsurgencia y brutal represión.

Están vinculados con los infames Kaibiles de Guatemala, que tienen un historial similar. Después de servir como el brazo armado del Cartel del Golfo, los Zetas se separaron y formaron su propio cartel. Sus esfuerzos por controlar las lucrativas rutas del narcotráfico forman la raíz de la violencia generada por la lucha antidrogas en muchas partes de la frontera.

Aunque tienen menos recursos financieros y contactos políticos que otros carteles, los Zetas utilizan su única ventaja comparativa—su voluntad de ser absolutamente despiadados. La masacre de los migrantes podría ser una reacción de furia cuando los migrantes se negaron a pagar, pero también podría ser una manera fácil de los Zetas de ostentar su capacidad y disposición para violar todos los códigos de conducta previamente establecidos entre el gobierno y los carteles.

Con los cadáveres de los migrantes, los Zetas están enviando otro sangriento mensaje a las fuerzas armadas, y a otros carteles que han formado un frente común contra ellos en algunas ciudades de la frontera.

En lo que respecta a la administración de Calderón, cada acto de mayor brutalidad por parte de los carteles de la droga es una señal de victoria. Calderón emitió un comunicado sobre la masacre en el que dijo: “los Zetas están recurriendo a la extorsión y al secuestro de migrantes como mecanismo de financiamiento y reclutamiento, debido a que están enfrentando una situación muy adversa para abastecerse de recursos y de personas … Este es el resultado de las acciones del Estado contra ellos, que han debilitado significativamente la capacidad de operación del crimen organizado.”

Increíblemente, Calderón admite públicamente responsabilidad, aunque de forma indirecta, por la masacre de los migrantes y señala además que su brutal asesinato es una señal del éxito en la lucha antidrogas. Procedió a advertir de que habrá más violencia. Ese punto es, quizá, el único aspecto de su campaña que nadie pone en duda.

El constante giro favorable en la lectura de la situación –en el que cada acto de mayor violencia se interpreta como un avance en la lucha contra las drogas—le ha provocado náuseas a buena parte de la población mexicana. ¿Cuánta violencia más podrá aguantar la nación? ¿Y cuántos inocentes más tendrán que morir antes de que el creciente número de civiles llegue finalmente al punto en que los líderes en México y Estados Unidos admitan que la estrategia antidrogas nos ha arrastrado a una espiral descendente que tiene que revertirse?

Laura Carlsen es directora del CIP Programa de las Américas, con sede en la Ciudad de México.

Traducción: Maria Peña

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