Militarismo y movimiento social

“La mitad del país está en manos de los paras”, sentencia Paula a la luz de la vela de un bar en La Candelaria, el céntrico casco antiguo de Bogotá declarado Patrimonio de la Humanidad. “Allí donde establecen su dominio, imponen reglas de convivencia estrictas y vigilan las costumbres: el corte de pelo de los jóvenes, la hora de cierre de bares y discotecas, y sobre todo controlan y acosan a las mujeres”. Paula trabaja en una ONG ambientalista y no puede ocultar su angustia ante un país que, como sienten tantos colombianos, se le escapa de las manos. Daniel, profesor universitario, más calmo, añade: “Aquí hubo una guerra y la ganaron los paramilitares, que no son sólo auxiliares del Estado, sino que encarnan un proyecto de sociedad que supone hacer tabla rasa con las conquistas y avances sociales de más de un siglo”.

Ambas afirmaciones parecen, en primera instancia, exageradas. El viernes por la noche, La Candelaria está repleta de jóvenes estudiantes de las muchas universidades privadas que abundan en esa zona, que recalan en la gran cantidad de tabernas que salpican ese hermoso barrio de calles estrechas empedradas y viejas casonas coloniales. La noche transcurre en calma y nada hace suponer que se vive en un país en guerra y, según mis anfitriones, militarizado. Al salir del bar, se ven patrullas de uniformados ingresando a los establecimientos nocturnos, pidiendo documentos o simplemente observando a los parroquianos. Ya en el hotel, enciendo el televisor y aparece un programa de las fuerzas armadas colombianas, donde hermosas jóvenes explican las virtudes del trabajo social de los uniformados.

Con los días desaparecen las dudas. Bogotá es una ciudad erizada de uniformes verde olivo. La presencia militar es parte ineludible de la vida cotidiana. En la entrada principal de la Universidad Nacional, por ejemplo, varias tanquetas recuerdan a los estudiantes que en cualquier momento los soldados pueden ingresar a restaurar el “orden”. La vigilancia se torna control sistemático en todos los poros de la vida social. Y con ella, el miedo, convertido, según todos los informes e informantes, en una verdadera forma de vida que supone no relajar nunca la vigilancia.

Si la presencia militar es asfixiante en la gran ciudad, en las zonas rurales es aún mucho mayor y, sobre todo, más indiscriminada. La violencia y la guerra en Colombia tienen un eje central: la tierra. El control territorial es la razón de ser de un conflicto que se prolonga ya medio siglo, desde que en 1948 fue asesinado el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, caudillo popular detestado por la oligarquía colombiana, una de las más intransigentes del mundo. Con el tiempo y los cambios globales, la lucha por la tierra -como medio de producción- está siendo sustituida por la defensa del territorio–como espacio que alberga identidades, historias de pueblos y riquezas naturales. Con un añadido: Colombia se ha convertido en una pieza esencial en el ajedrez geopolítico regional, por su doble salida al Pacífico y al Caribe, su cercanía con Panamá y las rutas marítimas más importantes del globo, y por tener una extensa frontera con Venezuela, el país que está en la mira de la Casa Blanca.

 

Ganar la guerra

Álvaro Uribe fue elegido como el presidente de la guerra. Medio siglo de violencias civiles (desde el Bogotazo de 1948, insurrección popular espontánea ante el asesinato de Gaitán) y veinte años de procesos de paz fracasados generaron hondo escepticismo en una población cansada tanto de los políticos y sus promesas electorales como de los grupos armados de cualquier signo.

La guerra destruye el tejido social del país: casi tres millones de desplazados, 8 mil homicidios anuales por razones político-sociales, 3.500 secuestros por año y cientos de desapariciones forzadas, son el resultado trágico de un conflicto que parece no tener fin. En paralelo, Colombia ostenta una de las más elevadas tasas de criminalidad en el mundo, con unos 27 mil homicidios al año1. El Estado parece incapaz de ofrecer seguridad y justicia en una situación de creciente deterioro de las instituciones. Este panorama explica las razones por la cuáles la población siente temor y apostó por la seguridad, eligiendo en 2002 a Álvaro Uribe, promovido por los sectores paramilitares, con un discurso de mano dura para acabar con la guerra. La degradación de la situación viene de lejos. En 1978 el entonces presidente Turbay Ayala (1978-1982) promulgó el Estatuto de Seguridad, que otorga a las fuerzas armadas funciones judiciales, lo que abrió las puertas a la violación sistemática de los derechos humanos. La Constitución de 1991 eliminó el estado de sitio, con el que había sido gobernado el país durante un siglo, pero instaló el Estado de Conmoción.

Colombia vive en la disyuntiva permanente de construir un orden democrático o un orden autoritario, que la multiplicidad de violencias y la elección de Uribe inclinan, por ahora, hacia la segunda opción. Para empeorar el panorama, el modelo neoliberal, generador de exclusión y marginación social, y las políticas del gobierno de George W. Bush, entre ellas el Plan Colombia, no hacen más que fortalecer el autoritarismo. La actual administración decidió recortar los gastos sociales para financiar la guerra. Las medidas adoptadas por Uribe muestran de forma nítida esta orientación: creación de una red de informantes civiles de hasta un millón de personas para apoyar a las fuerzas armadas, con frentes de seguridad en los barrios y el comercio; vincular a esa red a taxistas y transportistas para asegurar la seguridad en calles y carreteras; establecimiento del Día de la Recompensa, que paga a los ciudadanos que en la semana anterior hayan ayudado a las fuerzas públicas a evitar un acto terrorista y capturar al responsable. Además, se aumentó el personal de las fuerzas armadas en 30 mil efectivos y el de la Policía en 10 mil, y se crearon 120 mil “soldados campesinos”. Se crearon las Zonas de Rehabilitación y Consolidación, bajo dirección militar, en las que los derechos ciudadanos, como los de reunión y movilización, quedan restringidos.

A la vez que promueve la “desinstitucionalización del aparato público”, generando situaciones de “informalidad jurídica” que propician la discrecionalidad en el uso de la fuerza, el modelo alienta la reorganización de la sociedad tomando como modelo al ejército. La analista María Teresa Uribe sostiene que se apuesta al modelo del “ciudadano soldado”, que pretende “modelar la sociedad bajo los parámetros de la milicia y convertir al ciudadano en un combatiente con compromisos y obligaciones en los escenarios bélicos”. Con ello, se estaría marchando hacia una “sociedad vigilada”, en la que “las confianzas entre vecinos, las viejas lealtades solidarias y las tramas de sociabilidad se fracturan, se disuelven, se atomizan, y en este contexto de sospechas mutuas declinan las acciones colectivas, la deliberación pública, la organización social, y termina imperando el silencio y el retraimiento de los individuos hacia la esfera privada y doméstica” 2.

 

Guerrilla, paramilitares y narcotráfico

La anterior descripción, con ser acertada, no agota la problemática. La guerra sucede en escenarios determinados por geografías e historias particulares, que no admiten abstracciones ni generalizaciones. Colombia está asentada en una geografía fragmentada: el territorio aparece dividido por los tres ramales de la cordillera andina, atravesada por selvas y montañas, bosques de nieblas permanentes, valles profundos y regiones inaccesibles. El Estado colombiano–que fue integrando desde la Colonia de forma gradual territorios, poblaciones y grupos sociales- nunca consiguió asentarse en toda esta geografía. Sobre todo, nunca fue un Estado moderno, y se muestra tributario del principal problema económico y social del país: la concentración de la tierra, que generó un problema agrario que nunca fue resuelto. En suma, en Colombia nunca hubo un verdadero Estado, ni algo que se pareciera a una reforma agraria o redistribución de la tierra, lo que la diferencia de buena parte de los países sudamericanos.

El enorme poder de las elites nacionales y regionales, tejido sobre la base de la estratificación social y la marginación de las mayorías campesinas, produjo dos hechos complementarios: la fragmentación de la presencia estatal y la debilidad de los mecanismos de regulación social y, en contrapartida, un amplio movimiento de colonización permanente, por la expulsión del “excedente” de población campesina hacia los márgenes de la frontera agrícola y, más recientemente, hacia la periferia de las grandes ciudades. “En esas zonas la organización de la convivencia social queda abandonada al libre juego de las personas y grupos sociales, por la ausencia de regulación del Estado y la poca relación con la sociedad nacional”3.

En esos territorios nació la guerrilla, que no es sino la continuación–ampliada y sistematizada, por cierto- de una dualidad de poderes heredada de la colonia: los territorios aislados se fueron poblando de grupos marginales, mestizos reacios al control de los curas, blancos sin tierra, negros y mulatos cimarrones o fugados de la minas. Regiones que son la perfecta contracara de las ciudades elitistas, gobernadas como feudos por los grupos dominantes. Daniel Pécaut, uno de los más profundos conocedores de Colombia, sostiene que el Estado conserva rasgos propios de los Estados decimonónicos, de corte oligárquico y excluyente. Así es, por otro lado, la cultura de las elites colombianas.

Las FARC, creadas en 1966, surgieron de grupos campesinos armados para defender a las comunidades liberales, surgidas durante la Violencia4. Más que continuidades ideológicas, casi imposibles, deben buscarse las continuidades territoriales. La guerrilla nace y se consolida en las zonas de colonización, donde los campesinos necesitaban protegerse del Estado y los hacendados, y donde la geografía ofrecía refugios casi inexpugnables. Posteriormente, los cambios culturales de los sesenta, la criminalización de la protesta campesina, el nacimiento de poderosos movimientos urbanos (obreros y estudiantiles) y la radicalización de las clases medias, contribuyeron al nacimiento de otros grupos guerrilleros (ELN, EPL y M-19). Actualmente las FARC cuentan con unos 20 mil combatientes, en tanto el ELN tendría unos 4 mil. Los otros grupos se desarmaron a lo largo de los años 90.

Los grupos paramilitares (entre 10 y 20 mil miembros) nacieron de los grupos civiles de “autodefensa”, creados legalmente por el ejército a fines de los años 60 para que les sirvieran de auxiliares en las operaciones de contrainsurgencia. Amnistía Internacional y Americas Watch han documentado profusamente la estrecha relación entre los paramilitares y las fuerzas de seguridad del Estado, lo mismo que las Naciones Unidas y la OEA. A los paramilitares se les atribuye la inmensa mayoría de las violaciones de los derechos humanos en Colombia, y se han caracterizado por imponer el terror en las zonas que controlan.

Pero no quedan ahí las cosas. Los paramilitares están estrechamente ligados a los grandes terratenientes (que son su “cuna social”) y al narcotráfico, sectores cuyos límites son también difusos. Si bien el ejército entregaba armas a las “autodefensas”, quienes las organizaron fueron terratenientes cafeteros y ganaderos, que optaron por enfrentar a las FARC en su mismo terreno, armando partidas de campesinos adictos. Pero sus objetivos no son sólo los guerrilleros, sino también líderes sindicales, profesores, periodistas, defensores de los derechos humanos y políticos de izquierda. Con los años, el crecimiento del narcotráfico modificó esta situación. El informe de Americas Watch de 1990 señala: “Los narcotraficantes se han convertido en grandes terratenientes y, como tales, han comenzado a compartir la política de derecha de los terratenientes tradicionales y a dirigir algunos de los más notorios grupos paramilitares”5.

Los diversos “ejércitos privados” terminaron por fusionarse en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), a lo largo de los años 90. Al poderío económico y militar, desde 2002 suman porciones destacadas de poder político, al haber contribuido a elegir a un presidente que, como Álvaro Uribe, es considerado su amigo leal, además de contar con numerosos legisladores que los respaldan. El 15 de julio de 2003 el gobierno y las AUC firmaron un acuerdo para la desmovilización, pero aunque hace dos años anunciaron un cese al fuego, en 2004 fueron responsables de la muerte o desaparición de 1,300 personas, más del 70% de todos los homicidios del país por motivos políticos no relacionados con los combates6. Actualmente se suceden rondas de negociaciones en Santa Fé de Ralito. Mientras el gobierno dice defender la desmovilización de las AUC y su sometimiento a la justicia, los paramilitares rechazan esa posibilidad. Una de las mayores dificultades estriba en que buena parte de los líderes paramilitares pueden ser extraditados a Estados Unidos, donde serían juzgados por narcotráfico.

 

Las tres fases del Plan Colombia

El Plan Colombia es funcional a la militarización del país, pero también, y de forma destacada, a la consolidación del paramilitarismo como alternativa social y política. Algunos analistas, basados en declaraciones de los propios jefes paramilitares, distinguen tres fases en su proceso de consolidación y expansión. La experiencia en el Magdalena Medio, una de las zonas estratégicas del país donde la ultraderecha consiguió desplazar enclaves de la guerrilla y del movimiento sindical (como lo era la ciudad de Barrancabermeja, ciudad petrolera), es un referente ineludible.

En la primera fase se trata de “liberar” mediante la guerra o el terror, “amplias zonas de la subversión y de sus bases populares de apoyo imponiendo el proceso de concentración de la tierra, la modernización vial, de servicios y de infraestructura, el desarrollo del capitalismo ganadero y la nueva estructura jerárquica y autoritaria en la organización social y política de la región”. En la segunda fase se trata de “llevar riqueza a la región”, a través de la generación de empleo, entrega de tierras, proyectos productivos de diverso tipo y asistencia técnica y crediticia. Pero falta agregar un detalle: “Los nuevos pobladores que ocupan las antiguas zonas liberadas no son aquellos que fueron desplazados con violencia (pobres excluidos), es una nueva población (pobres marginados traídos de otras regiones), leales al ‘patroncito’ que rápidamente se organizan, conforman sus grupos de base, esto es, la autodefensa paramilitar”. La tercera fase es de consolidación, cuando están dadas las condiciones para la expansión del capitalismo multinacional y el Estado modernizante7.

Los objetivos del Plan Colombia están presentes en cada una de las tres etapas: aunque el 80 por ciento de los recursos aparecen dedicados a la guerra y al fortalecimiento de los aparatos militares, existen importantes partidas dedicadas a planes de mejoras de infraestructura, salud, educación y desarrollo alternativo (ver Plan Colombia). En este sentido es importante concebir al Plan Colombia como un proyecto integral y de larga duración para “abrir” toda una región al control de las multinacionales y de los Estados Unidos. Por este motivo, suele apuntarse que el Plan Colombia es una suerte de “preparación del terreno” para la imposición del ALCA8.

De hecho, en algunas regiones como el Magdalena Medio, parte de los recursos del Plan Colombia cayeron en manos de los paramilitares a través de sus ONG, que manejan los fondos sociales del Plan. En paralelo, al imponer un estricto control de la vida cotidiana, el proyecto de dominación permite “revivir el paternalismo de los viejos caciques sin las mínimas obligaciones sociales de antaño”9. En Barrancabermeja, laboratorio paramilitar, “prohibieron a los chicos llevar pelo largo, pendientes y pulseras. Cerraron los bares de ambiente gay y las peluquerías que tenían hombres homosexuales fueron traspasadas a mujeres. A un homosexual lo mataron y luego le cortaron el pene y lo pusieron en la boca del cadáver”. También establecieron un horario para menores de edad y el estudio obligatorio hasta los 17 años. Limitaron el horario para los establecimientos públicos e impusieron sanciones y castigos para quienes incumplan las normas. El informe de varios organismos de derechos humanos sobre el Magdalena Medio apunta: “En una caminata por cualquiera de los barrios de Barrancabermeja y Puerto Wilches, se puede ver a los jóvenes con machete en mano limpiando las zonas públicas como parte de su castigo. En otros casos obligan a la gente a llevar rótulos donde se señala que son ladrones, prostitutas, etc.”10. Al llegar al final del informe, encuentro que la angustia de mis anfitriones en Bogotá, Paula y Daniel, está más que justificada.

 

La difícil tarea de los movimientos sociales

¿Cómo puede actuar el movimiento social en una sociedad militarizada, en la que los espacios para la acción pública están cerrados y donde los activistas y dirigentes son asesinados o desaparecidos sistemáticamente? Y, sobre todo, ¿cómo hacer para no reproducir, desde la sociedad civil, el militarismo? Queda fuera de toda discusión, para quienes buscan la desmilitarización, que todos los actores del conflicto violan los derechos humanos, incluyendo a la guerrilla. En Colombia, señala Pécaut, “la violencia no es solamente una serie de acontecimientos; es la irrupción de una nueva modalidad de lo político”; o sea, lo político quedó, desde 1948 o incluso antes, representado como violencia11. La profundidad de la violencia en Colombia es tal que no sólo impregna todas las manifestaciones de lo político y lo social, sino que las constituye.

Sin embargo, existen unas cuantas experiencias que buscan huir de la lógica de la polarización, a través de la creación de espacios de paz, desmilitarizados, vedados a los diferentes actores del conflicto: guerrillas, paramilitares, ejército. No es algo sencillo, ya que incluso en esos espacios los violentos irrumpen, asesinan, secuestran y torturan. Más aún, esos espacios han sido considerados en algún momento, por todos los actores de la violencia, como “enemigos” reales o potenciales. De ahí que estas experiencias se muevan entre la tentación de responder a la violencia con la violencia o, algo más frecuente aún, con el abandono del terreno, cosa que unos y otros a menudo desean. Luis Angel Saavedra, director de Inredh (una ONG de derechos humanos en Quito), sostiene que “el Plan Colombia es parte de una gran estrategia para controlar los movimientos sociales de América Latina y los recursos de esta parte del mundo”12. Argumenta que en todos los países de la región andina se pusieron en marcha planes similares de control militar con el pretexto de la coca, ya que son los sitios donde los movimientos están más activos. De ahí la urgente necesidad de encontrar alternativas al militarismo, que siempre favorece a los dominadores.

El segundo problema, es que no existe un verdadero movimiento social de alcance nacional que haya conseguido mostrarse como alternativa al conflicto. Buena parte de las experiencias por la paz son iniciativas locales, con la notable excepción del movimiento indígena, que de todos modos representa apenas al dos por ciento de la población colombiana, aunque su área geográfica de influencia es mucho mayor que su peso demográfico. Por la importancia cualitativa de estos movimientos que van a contramano de la guerra, vale la pena detenerse en algunas experiencias notables.

El Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) forma parte de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), que reúne a todas las etnias del país. Como consecuencia de su centenaria resistencia, los indígenas consiguieron el reconocimiento de sus territorios, llamados “resguardos indígenas”, que son 712 en todo el país y ocupan el 30% del territorio colombiano. La Constitución de 1991 reconoce los derechos colectivos y los territorios de los pueblos indios. Pero están siendo amenazados por lo que ellos denominan una “nueva invasión”. Para la implementación del ALCA, se está presionando para eliminar el artículo 329 de la Constitución, que reconoce el carácter inalienable de sus territorios.

Los pueblos indígenas del Cauca están resistiendo a la guerra desde su decisión de no participar en el conflicto. Lo hacen de forma colectiva y comunitaria, basados en sus cosmovisiones y cosmogonías, de forma desarmada y no violenta. Sostienen que están viviendo una nueva invasión como consecuencia de la globalización. El primer y fundamental paso es la defensa del territorio, tanto de las personas como del hábitat cultural, social y económico. Se trata de mantener las diversas formas de producción, rescatando y fortaleciendo los modos tradicionales de cultivar la tierra, conservando las semillas para prevenir la desaparición del cultivos. Todo lo contrario de lo que pretende el ALCA. Pero postulan la organización territorial como “una forma perfectamente viable para el conjunto de la población en su resistencia a la guerra”13.

Resisten el desplazamiento y se aferran a su tierra, rescatan sus propios idiomas como forma de resistir la homogeneización, fortalecen y valoran los saberes tradicionales para la curación y todo aquello que afecta al territorio y a la población. Crearon sus “guardias indígenas”, organizadas por las comunidades en base a comuneros desarmados que con sus bastones ancestrales o “chontas” vigilan las comunidades para contribuir al control interno y externo y proteger a sus habitantes. La guardia “depende exclusivamente del cabildo y de la comunidad, que en grandes asambleas decidieron reorganizarla, estableciendo reglas de control y estableciendo criterios y requisitos para quienes integren o presten el servicio de guardia” 14. Las guardias no cumplen funciones policiales, y todos los comuneros deben integrarlas de forma rotativa. Han definido centros de concertación o asambleas permanentes para que acudan todos los habitantes cuando se presentan enfrentamientos armados entre la guerrilla y los paramilitares o el ejército. Y hacen sonar sus alarmas para que la comunidad cumpla con las indicaciones en momentos de peligro.

Las guardias han recuperado personas secuestradas por grupos armados, sin violencia y amparadas en la masividad. Sostienen también que el sistema de guardias puede ser utilizado por otros sectores de la población para resistir la guerra. En efecto, además de las comunidades indígenas en Colombia se conformaron en todo el territorio, en particular en áreas rurales, grupos de población que han declarado su territorio como zona de paz y exigen a los grupos armados que se retiren. San José de Apartadó, en el norte del país, es la primera de estas comunidades de paz, creada en 1997, que se mantiene pese a las diversas agresiones que ha sufrido de grupos armados, de derecha y de izquierda. En sólo siete años la pequeña comunidad sufrió más de 360 violaciones de derechos humanos y más de 144 asesinatos, perpetrados por todos los actores del conflicto.

Pese a ello, San José de Apartadó persiste. En agosto comenzó a funcionar la Universidad Campesina de la Resistencia, junto a otras 15 comunidades. Y este mes de diciembre de 2004 está realizando el Segundo Encuentro de Comunidades en Resistencia Civil, “inspirado en la vida y la solidaridad como respuesta a las acciones de muerte que ha desarrollado el Estado colombiano en contra de las comunidades”, apunta la convocatoria. Es cierto que el movimiento de comunidades de paz es aún pequeño para las dimensiones del desafío, pero haberse mantenido y expandido en los últimos siete años, los más violentos de la guerra, significa una esperanza.

Además de las movilizaciones urbanas contra la guerra, el Plan Colombia y el ALCA, debe destacarse la Minga por la Vida, la Autonomía, la Libertad, la Justicia y la Alegría de los pueblos indígenas, celebrada el pasado 13 de septiembre. La Minga (trabajo colectivo en lengua indígena) fue una impresionante movilización de 60 mil indígenas del Cauca (sur) que confluyó en Cali durante tres días, apoyada por los 84 pueblos indígenas de Colombia.

Organizada por el CRIC, la Minga no estaba dirigida al gobierno (no había una plataforma de reivindicaciones) sino al pueblo, al que llamó a defender la vida contra la guerra y a oponerse al Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos. La gran movilización logró desmilitarizar la zona durante tres días, y comenzó con la recuperación del alcalde indio de Toribío, secuestrado por las FARC. La guardia indígena llegó masivamente, desbordó a la tropa del grupo armado y rescató a su alcalde junto a toda su comitiva.

Los indígenas mostraron que es posible abrir grietas en una sociedad militarizada, si se tiene claro que no se combate la guerra con más guerra. O, como dicen las mujeres indígenas del sur, luchar para hacer “tambalear las lógicas dominantes de eliminación del contrario”; porque “en las lógicas de vida no hay contrarios sino el fluir constante que no diseca sino que crea”. Denuncian la lógica de destrucción, ya la porten los opresores o los oprimidos, porque “los fines y los medios no pueden ser distintos”15. Creen que las transformaciones se hacen de abajo hacia arriba y de adentro hacia fuera, de lo local a lo global y de lo singular a lo universal. Así, consiguieron romper las barreras del militarismo y la indiferencia. Daniel, el profesor de Bogotá, estuvo en Cali aquel miércoles de septiembre, cuando miles de indios atravesaron las elegantes calles comerciales de la segunda ciudad colombiana. “Fue emocionante–confiesa- ver a la población recibiendo a los indígenas. La gente aplaudía y otros llorábamos. Es la otra Colombia, la de la esperanza”.

 

Notas

  1. Zuluaga Nieto, Jaime (2003) “Colombia: entre la democracia y el autoritarismo”, revista OSAL No. 9, Buenos Aires, enero.
  2. Uribe, María Teresa, “El republicanismo patriótico”, en Reelección: el embrujo continúa, Segundo año de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Bogotá, 2004.
  3. González, Fernán 2004 “Una mirada de largo plazo sobre la violencia en Colombia”, en revista Bajo el volcán, Puebla, No. 7.
  4. Durante La Violencia–período de guerras entre liberales y conservadores- murieron unas 200 mil personas. Liberales y comunistas, perseguidos ferozmente por el Estado, se refugiaron en regiones remotas e inaccesibles y resistieron durante más de una década hasta que, buena parte de ellos, se reagruparon en lo que posteriormente serían las FARC, de orientación comunista.
  5. Americas Watch (1991) La ‘guerra’ contra las drogas en Colombia, Universidad de los Andes, Bogotá.
  6. Informe de Amnistía Internacional 2004.
  7. Sarmiento, Libardo (1996) Un modelo piloto de modernización autoritaria en Colombia, CREDHOS, Barrancabermeja. P.33
  8. Salgado Ruiz, Henry (2004) “Plan Colombia: ¿Guerra contra las drogas o contra las poblaciones amazónicas?”, en Bajo el volcán, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, No. 7.
  9. Loingsigh, Gearóid (2002) La estrategia integral del paramilitarismo en el Magdalena Medio de Colombia, en www.prensarural.org. p. 104
  10. Ibidem. P.24
  11. Pécaut, Daniel (1987) Orden y violencia: Colombia 1930-1954, Siglo XXI, Bogotá. P.523
  12. En www.prensarural.org
  13. Caldón, José Domingo “Pueblos indígenas y resistencia a la guerra”, en La resistencia civil,
  14. Acosta, Alfredo (2004) “Resistencia indígena ante una nueva invasión”, en La resistencia civil. Estrategias de acción y protección en los contextos de guerra y globalización, PIUCP, Bogotá.
  15. Unidad Indígena (2004) periódico de la ONIC, No. 119, Bogotá, septiembre.

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