Colombia: Entre el miedo a la paz y las ganas de venganza

En un complejo proceso electoral y a un año del proceso de paz entre el gobierno Colombiano y las guerrillas de las FARC, las campañas sucias, la desinformación y las movidas criminales que buscan mantener su poder de facto en extensos territorios del país, se genera además un ambiente perfecto para una intervención sin precedentes al vecino país de Venezuela.

En Colombia como en México, las campañas electorales presidenciales tienen cada vez más altas dosis de mentiras, propaganda negra y una descarnada manipulación de un electorado que ve reflejado en el modelo venezolano la peor de sus pesadillas. “Es posible que nos volvamos como Venezuela” dicen candidatos, medios y pasquines de toda índole, y la agenda política del país suramericano pareciera que es la prioridad, más que atender la agenda local que resulta aún más apremiante y debiera ser el centro de cualquier debate.

El miedo y la desinformación como estrategias electorales

En Colombia, la desinformación oportunista y la promoción del miedo vinculado al fantasma del socialismo venezolano está claramente identificada con los partidos de extrema derecha que de la mano del expresidente y hoy Senador Álvaro Uribe Vélez, que cabe recordar obtuvo la más alta votación en las pasadas elecciones legislativas, tienen como bandera la lucha contra el “socialismo” a través de su candidato títere Iván Duque.

No menos radical es el candidato presidencial Germán Vargas Lleras, ex vicepresidente de Juan Manuel Santos y nieto del expresidente Carlos Lleras Restrepo, cuyo partido Cambio Radical tiene toda una estela de poderosos políticos vinculados a todo tipo de escándalos de corrupción, y vinculados a redes criminales como “Kiko” Gómez, gamonal y exgobernador del departamento de la Guajira condenado a 55 años de cárcel por homicidio.

La contienda electoral de la derecha en Colombia está entonces entre un candidato en cuerpo ajeno como Uribe Vélez, de una estirpe gamonal y quien cree el país como una gran hacienda; y Vargas Lleras, un aristócrata capitalino, heredero de una casta política que históricamente gobernó el país. Ambas posiciones igualmente retardatarias, enemigas de la paz y nocivas para un país que requiere con urgencia la equidad que incluya efectivamente a millones de personas que habitan en el borde de cualquier dignidad.

Del otro lado de la balanza están candidatos de centro e izquierda como el exdelegatario del proceso de paz Humberto de la Calle por el agónico partido liberal, el exalcalde de Medellín y profesor Universitario Sergio Fajardo por el partido Verde, y el exalcalde de Bogotá, exmiembro de la guerrilla del M-19 y principal foco de críticas y ataques de la derecha Gustavo Petro Urrego, quien sufrió un atentado en su vehículo blindado en la ciudad fronteriza con Venezuela Cúcuta hace tan solo unas semanas.

Ante un hecho de tal gravedad, el Fiscal General de la Nación Néstor Humberto Martínez, miembro del partido Cambio Radical de Vargas Lleras, desestimó que contra Gustavo Petro se hubieran usado armas de fuego contra su vehículo. Esta situación hace recordar la infame historia del país cuando en las narices cómplices de todas las autoridades se urdieron los asesinatos de candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal de la Unión Patriótica (UP) por el cual el estado colombiano fue condenado por genocidio; Carlos Pizarro Leóngomez candidato del M-19 y asesinado luego de un proceso de paz; Luis Carlos Galán Sarmiento, candidato presidencial por el partido liberal; o Bernardo Jaramillo Ossa también candidato presidencial de la UP, todos ellos asesinados en menos de tres años entre 1987 y 1990.

En su momento, el jefe de sicarios de Pablo Escobar Jhon Jairo Velásquez Vásquez (alias Popeye), confesó la alianza criminal entre paramilitares, capos del narcotráfico, militares, policías y políticos que hoy siguen en la impunidad, que perpetraron esos crímenes y el de cientos de activistas y líderes sociales en todo el país. Hoy Popeye es el jefe no oficial de campaña desde las redes sociales de las ideas de Uribe Vélez y la extrema derecha colombiana, así como una voz recurrente en medios de comunicación que promueven el odio y la propaganda negra.

Lo paradigmático es que la misma pobreza que se reclama como resultado del régimen venezolano, la experimenta buena parte de la población colombiana. En el departamento de la Guajira por ejemplo (el mismo departamento que saqueó Kiko Gómez como gobernador y vecino de Venezuela), se presentan pasmosos casos de desnutrición y muerte infantil de poblaciones indígenas Wayú, mientras que los ricos hacendados desvían el cause del río Ranchería, principal afluente de la región, para drenar sus extensos cultivos de arroz.

El ingreso básico en Colombia conocido como salario mínimo es de tan solo US$ 275 con el que viven aproximadamente 11 millones de personas, otra gran parte de la población sobrevive en la informalidad urbana y rural con ingresos mucho más precarios, en un país que además presenta uno de los niveles de desigualdad más grandes del continente, de tal suerte que es posible presenciar el contraste de un país con miles de indigentes en las calles, cohabitando con la ostentosidad de los autos de lujo y los condominios de una parte de la sociedad colombiana que teme a los supuestas expropiaciones que llegarán de la mano de los candidatos del centro – izquierda si llegan a la presidencia.

El odio y el miedo se mezclan en un país donde las diferencias se tramitan de manera violenta, la manipulación electoral es parte de un juego perverso donde personajes como JJ Rendón se pavonean como “estrategas” sin pudor alguno. Todo ello en un polvorín que aunque pacificado temporalmente por un proceso de paz incierto y que se desmorona a menos de dos años de haber sido suscrito, puede estallar nuevamente de manera cruel en un ciclo aparentemente inevitable de nuevas violencias.

¿Un proceso de paz fallido?

El primer revés del acuerdo de paz suscrito entre el Gobierno Colombiano y la Guerrilla de las FARC fue un plebiscito adverso que estuvo mediado por la misma estrategia de propaganda negra y desinformación del actual proceso electoral. Se decía que los excombatientes de las FARC tendrían tres veces más ingreso que los millones de colombianos que trabajan de sol a sol por un salario miserable, que perderían sus tierras y bienes, que se tomarían el Congreso (como si no estuviera totalmente cooptado por la mafias), y que sería el fin de la democracia “más antigua de América Latina”.

Es cierto que los colombianos están hastiados de la guerra, que durante años soportaron el abuso de todos los ejércitos y que además los medios de comunicación no tuvieron mucho trabajo en convertir a las FARC como el único de los ejércitos responsable de todos los desmanes, de los millones de muertos y miles de desaparecidos en más de 70 años de guerra.

El proceso de paz tiene poderosos enemigos entre quienes se hicieron ricos con las tierras usurpadas a millones de campesinos y se niegan a perder sus privilegios conquistados a “sangre y fuego” y a una población para la cual el proceso no llega porque siempre se han incumplido. Cabe mencionar que las FARC no negociaron con el libro rojo de Mao en la mano, sino con el reclamo del cumplimiento de las reformas aplazadas desde la Constitución de 1991, resultado justamente de un anterior proceso de paz.

El Acuerdo de Paz fue básicamente renegociado y reelaborado en un Congreso adverso y retardatario, que lejos de buscar su rápida implementación y cumplimiento, dilató los tiempos, hizo cambios cruciales para la estabilidad de la paz y lo entregó luego mediante normas a un Estado que está de salida, sin capacidad política y cuyo presidente ya se hizo premio novel de paz.

La burocracia, la ausencia de voluntad política y la “falta de recursos” están matando el acuerdo a menos de dos años de su firma. Los grupos armados provenientes del narcotráfico están retomando las zonas que antiguamente controlaban las FARC de la mano de las mafias colombo-mexicanas, y los casos de homicidio de líderes sociales, activistas y excombatientes sigue en aumento sin que las medidas de protección –que fueron parte de los acuerdos– sean una realidad para quienes están amenazados de muerte.

En los años ochenta sucedió lo mismo cuando los líderes de la Unión Patriótica estaban siendo aniquilados por cantidad, muchos decidieron engrosar las filas de la insurgencia para salvaguardar su vida. Se estima que actualmente son más de 14 grupos en disidencia de las FARC con cerca de 700 hombres en armas y en aumento, que incluso estarían explorando una primera reunión de reunificación política y armada.

Para los medios y la opinión pública los perfectos culpables son las FARC, su espíritu de guerra, su incapacidad de ser parte de una sociedad excluyente y su incómoda presencia en todos los sectores de la sociedad. Casi nadie apunta su dedo a un gobierno incompetente y corrupto, a pesar de que hasta los recursos donados por países como Noruega o Suecia están en el ojo del huracán por malos manejos por parte del fondo para la paz.

Nadie tampoco señala a la costosa burocracia internacional de las Naciones Unidas que como en muchos procesos de paz no ha sido capaz de pronunciarse con fuerza ante los flagrantes incumplimientos que no son para las FARC. Son demandas apenas obvias: una reforma agraria integral para sacar de la indigencia a los campesinos; un sistema de verdad, justicia, reparación y no repetición que entre otras pueda dar con el paradero de miles de desaparecidos de todos los ejércitos y población civil; apertura y participación política –negada por cierto en el Congreso– a las víctimas de la violencia; cambios realistas en las políticas de drogas y ponerle fin de una vez por todas a una horda de violencia que hace inviable al país.

En las últimas semanas el exguerrillero de las antes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC, hoy militante político del partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común – FARC Jesús Santrich fue detenido por solicitud de una corte de Nueva York por supuestos delitos de narcotráfico realizados después de la firma del acuerdo de paz, y por tanto, se abriría paso un proceso de extradición hacia ese país de uno de los voceros y máximos líderes de la antes guerrilla Colombiana. Antes de ser juzgado o revisar las supuestas pruebas que el mismo presidente Santos nombró como “contundentes”, ya los medios en Colombia y los Estados Unidos se han encargado de condenarlo y de paso, vincular al también líder guerrillero Iván Márquez como parte de un cartel que debería ser extraditado.

Santrich inició una huela de hambre que lo llevará irremediablemente a la muerte de no encontrar alternativas políticas para que sea juzgado en Colombia y de acuerdo a lo establecido en los acuerdos de paz. Los medios y las redes sociales sorprenden por mensajes que celebran con júbilo que muera rápido, como en una venganza frente a los desmanes propios de la guerra, y que solo muestra como culpable a las FARC.

Más allá de las opiniones, lo cierto es que la extradición sepulta la posibilidad de un proceso de verdad histórica para las miles de víctimas en Colombia, y para esclarecer los vínculos de los políticos, hacendados y élites colombianas con grupos paramilitares, como máximos responsables, que valga la pena recordar, el Congreso de la república se encargó de sacarlos entre los actores clave en la naciente Jurisdicción Especial para la Paz, tribunal especial que nace muerto porque de ser un tribunal de paz para el juzgamiento de todos los actores, terminó mutilado en su accionar luego que el congreso (de mayorías políticas de la derecha) modificara los acuerdos de paz.

Pero nuestra prioridad sigue siendo Venezuela…

Colombia está recibiendo miles de venezolanos que llegan al país en un ambiente de “bienvenidos” pero sin que el gobierno colombiano tenga claras unas políticas de atención humanitaria que permitan la permanencia digna de al menos 900.000 venezolanos que se estima están actualmente en Colombia, cifra que crece cada día. En cada esquina de las ciudades del país hay cientos de venezolanos buscando o rebuscando qué hacer, y pese a la penosa situación, son pocos los involucrados en dinámicas criminales aunque los medios los culpen de todo tipo de delitos.

Colombia está viviendo una xenofobia manipulada por los medios y por las campañas políticas de la extrema derecha que los usan como “ejemplo” de lo que supuestamente pasaría en Colombia de ganar un candidato de centro izquierda. Los venezolanos por su parte llegan al país además de estigmatizados, hastiados de su gobierno, sin tener una idea clara sobre una compleja crisis que involucra un modelo de desarrollo fallido con el petróleo como único sector de la economía desde hace más de 70 años y unos sectores políticos de derecha tan perversos como los colombianos.

Esa mezcla de desencanto venezolano y el miedo de los colombianos a ser como la fantasmagórica Venezuela, son un clima perfecto para que el gobierno de Trump, luego del fracaso que significó no contar con el apoyo continental en la Cumbre de las Américas para presionar el gobierno venezolano, pueda buscar un “golpe blando” con el apoyo de la derecha Colombiana y Venezolana, y al mismo tiempo acabar con el Acuerdo de Paz en Colombia, desestabilizando la región como estrategia para darle paso a los intereses de sus industrias extractivas y explotación de recursos naturales.

En la distancia, la política exterior de Trump sabe que en sus ventajas está el tener un ejército como el Colombiano con más de 400.000 hombres en armas, altamente entrenado, y que Colombia es un país donde las acciones militares y la fuerza gozan del apoyo de amplios sectores sociales como los medios, empresarios y habitantes de las ciudades donde la guerra nunca se vivió, que no entienden la diferencia entre legitimidad y autoritarismo, podrían confluir en una posible intervención militar desde Colombia hacia Venezuela, ya sea abiertamente invocando la democracia, o soterrada mediante grupos paramilitares.

Ojalá y estas letras solo sean un sueño fatalista, una pesadilla propia de la ciencia ficción o de una mente trastornada, y no una antesala de una realidad que nos ubica como el socio perfecto para perpetuar la violencia y con ella, todo tipo de “reformas” por la fuerza y la violencia, en beneficio de quienes solo se lucran con el dolor de los demás.

 

Alex Sierra es un antropólogo y ha trabajado como investigador y consultor independiente en temas relacionados con los derechos humanos, la cooperación internacional para el desarrollo y las políticas públicas en Colombia. Él ha llevado a cabo el trabajo en las zonas de conflicto armado y en las comunidades vulnerables en su país durante los últimos 14 años.

 

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