Igualdad y derechos para todos los trabajadores: La clave en la organización de sindicatos

Cuando era organizador sindical, tuve una experiencia que para mí dramatizó la importancia de las tradiciones históricas y culturales que los inmigrantes mexicanos traen consigo cuando vienen a Estados Unidos, y cómo afectan la manera en que las personas se organizan.

Trabajaba entonces para United Electrical Workers (Electricistas Unidos), uno de los sindicatos estadounidenses más progresistas. Los trabajadores y yo nos encontramos en una enorme planta, Cal Spas. Inconformes con sus bajos salarios y otros abusos laborales, comenzaron a formar un sindicato. Entonces el jefe del comité organizador de los trabajadores sufrió una golpiza a media calle enfrente de la planta, en un obvio intento por atemorizar a los trabajadores y lograr que dejaran de organizarse.

Esa noche, el comité de trabajadores se reunió a discutir qué medidas tomar. Muchos no tenían legalizada su condición de inmigrantes, carecían de recursos y en algunos casos hasta de alimento en sus hogares, así de bajos eran sus salarios. Con todo, la mayoría quería irse a la huelga. Pero tenían una gran duda: querían saber si una huelga sería legal. Les dije que en Estados Unidos, bajo esas circunstancias, las huelgas eran legales, y se decidieron a tomar ese curso de acción. Al día siguiente realizaron una gran manifestación frente a la planta a la hora del almuerzo. Los miembros del comité se montaron a la plataforma de un camión y pronunciaron discursos sobre los golpes y la intimidación. Al finalizar el mítin, el comité pidió a los trabajadores no regresar a trabajar. Cientos de trabajadores colocaron la valla, y la huelga comenzó.

Sin embargo, al día siguiente había docenas de personas en la oficina de la planta solicitando empleos. La empresa pasó un día contratándolos. A la mañana siguiente llegó la policía haciendo ostentación masiva de fuerza: los nuevos trabajadores atravesaron la valla y entraron a trabajar escoltados por los oficiales.

El comité de huelga recurrió a mí. Un trabajador, en tono indicador de que creía que yo les había mentido, dijo que yo les había asegurado que la huelga sería legal. Contesté que así era, y ellos, señalando a los rompehuelgas, preguntaron “¿Cómo puede ser legal si hay gente entrando a trabajar?”

Conceptos Distintos de Derechos

La diferencia en la comprensión es crucial. Ellos se referían a una cosa al decir “legal”, y yo me refería a otra. En México, durante una huelga legal, los trabajadores pueden poner banderas rojinegras sobre las puertas y dentro de la planta, y la empresa debe permanecer cerrada hasta que la huelga llegue a su fin. Legalmente nadie puede entrar a trabajar. El problema, claro, es que para la mayoría de los trabajadores es muy difícil tener el estatus legal para formar sindicatos independientes y declarar huelgas.

En Estados Unidos los sindicatos no tienen que estar registrados con el gobierno, y cualquiera puede organizar uno; pero la protección legal real que tienen los sindicatos es escasa, así como sus derechos. Una compañía puede romper una huelga legalmente tal como lo hizo Cal Spas.

Detrás de estas diferencias hay diferentes conceptos de lo que son derechos. En Estados Unidos el derecho a la propiedad es el más fundamental, y prevalece sobre los derechos laborales al igual que el derecho migratorio. En sus resoluciones Sure Tan y Hoffman, la Suprema Corte sostuvo que las empresas que resulten culpables de despedir trabajadores indocumentados por actividad sindical no están obligadas a reinstalarlos en su empleo ni a pagarles salarios caídos.

En México las tradiciones legales y políticas de la Revolución de 1910 aún significan algo. La mano de obra tiene importantes derechos legales y sociales, en el papel por lo menos, y se supone que el Estado los honre y los defienda. Por desgracia esos derechos suelen quedar en el papel, sin cumplimiento en la vida real.

La Constitución Mexicana otorga a los individuos el derecho a la alimentación y a la vivienda, pero hay muchos que pasan hambre y otros carecen de un lugar para vivir. Existe en efecto un derecho a la huelga, pero en la práctica se reprime a los sindicatos independientes y democráticos. En el peor de los casos, el gobierno recurre a la policía e incluso a la fuerza militar para deshacer sindicatos y romper huelgas, como lo hizo con el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y los mineros de Cananea en 2009.

Esta falta de seguridad jurídica es causa frecuente de un hondo cinismo entre los trabajadores inmigrantes mexicanos sobre el vínculo entre los sindicatos y el Estado. Cuando los huelguistas de Cal Spas vieron a los rompehuelgas cruzar nuestra valla escoltados por policías, algunos de ellos llegaron a la conclusión de que el sindicato había mentido y se había vendido para romper la huelga. Esta sospecha se desvaneció únicamente después de elegirse un comité de huelga para controlar la misma.

Tanto el gobierno mexicano como el estadounidense siguen una política de fomento a la inversión extranjera, y ven el repunte laboral y el alza de salarios como obstáculos. Existen crecientes desafíos a la estructura corporativa oficial de los sindicatos en México, y a los contratos de protección que funcionan como medio de control laboral para las empresas que instalan plantas en ese país. Pero la política de desarrollo existente de fomento a la inversión extranjera cueste lo que cueste convierte estos desafíos en tremendas batallas. El estado de derecho, tal como ha protegido en el pasado los derechos de los trabajadores, se ve socavado.

Estos problemas se agravan a medida que se fortalece el modelo económico neoliberal. Las crisis políticas, sociales y económicas que crean producen mayor emigración a los Estados Unidos; al mismo tiempo, mayor producción sale de Estados Unidos buscando salarios bajos al otro lado de la frontera.

Las maquiladoras y el TLCAN

Cuando se inició el programa de maquiladoras en 1964, las plantas de propiedad extranjera estaban severamente restringidas. Desde el fin de la Revolución Mexicana en 1920 hasta principios de la década 1970, el gobierno mexicano estimuló el desarrollo económico por productores mexicanos que elaboraran productos para su venta dentro de México. La inversión extranjera estaba limitada. El mismo Programa de Industrialización Fronteriza tenía el propósito original de absorber a los trabajadores de la frontera que habían quedado desempleados a consecuencia de la terminación del programa de contratación de braceros.

Pero bajo la presión de una creciente deuda extranjera, la política económica mexicana empezó a cambiar. Se vendieron empresas estatales a inversionistas privados, y se permitió a compañías estadounidenses poseer tierras y fábricas en cualquier lugar de México sin socios mexicanos. Se liberaron los precios de productos básicos y se redujeron drásticamente o de plano se eliminaron los subsidios gubernamentales a bienes y servicios para los trabajadores y los pobres.

México devino un laboratorio par alas reformas económicas que han transformado las economías de los países en desarrollo, alejándose de las políticas que alentaban el desarrollo nacional para volverse hacia la apertura de la economía a inversionistas trasnacionales. La economía mexicana actual no se parece en nada a la existente hace treinta años.

Las maquiladoras suministran una de las mayores fuentes de divisas extranjeras después del petróleo. Las remesas –el dinero que envían a su lugar de origen los desplazados por las políticas neoliberales, y que hoy trabajan en otros países—proporcionan otra enorme fuente de divisas. Todo ello ha creado una cultura en que se favorece cualquier medida que favorezca la producción mediante maquiladoras, en tanto que se ignora el costo humano. El gobierno mexicano ha creado un clima de inversiones que depende de una vasta población que gane bajos salarios. Este clima absorbe la atención gubernamental, mientras que el mismo gobierno sacrifica el consumo interno, es decir, la capacidad de las personas de comprar lo que ellas mismas producen.

La disparidad entre los salarios pagados en E.U. y los pagados en México ya se iba acrecentando mucho antes de que se aprobara el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN). Los salarios mexicanos fueron un tercio de los pagados en Estados Unidos hasta los 1970s. Actualmente son menos de un octavo y pueden llegar a ser un decimoquinto del salario en E.U. dependiendo de la industria de que se trate, incluso durante un período en que los salarios en E.U. han perdido poder adquisitivo.

Durante los últimos veinte años, el ingreso de los trabajadores mexicanos ha perdido más de la mitad de su poder adquisitivo. La presión de prestamistas extranjeros ha hecho que el gobierno mexicano eliminara los subsidios a los precios de necesidades básicas como las gasolinas, la electricidad, las tarifa de autobús, las tortillas y el maíz, que se han incrementado drásticamente. Se estima que cuarenta millones de personas viven en pobreza y 25 millones de ellas, en pobreza extrema.

La creciente pobreza en México también afectó a los trabajadores estadounidense, pues actuó como un imán para trasladar la producción hacia el sur. Las promesas de que el TLCAN crearía empleos en Estados Unidos en compensación por la producción perdida fueron una mera trampa política para lograr que el Congreso de E.U. aprobara el TLCAN.

El grupo de cabildeo empresarial del TLCAN, llamado USA*NAFTA, pudo documentar solamente 535 empleos en E.U. creados por el tratado en 1994 (su año inicial), pese a las promesas de que las exportaciones de Estados Unidos a México crearían cien mil empleos solamente en ese año. Al mismo tiempo, el Departamento del Trabajo de Estados Unidos recibió reclamaciones por Asistencia para el Ajuste Comercial relacionado con el TLCAN de 34,799 trabajadores. Para 2002 dichas reclamaciones ya eran 403,000. De acuerdo con “El TLCAN a los Siete” (“NAFTA at Seven”), un informe del Instituto de Política Económica, “El TLCAN eliminó 766,030 empleos existentes y potenciales entre 1994 y 2000 a causa del rápido incremento en el déficit neto de exportaciones de E.U. comparado con México y Canadá.” A la fecha esa cifra es mucho más alta. Un estudio realizado en 2003 por Robert E. Scott para el Instituto de Política Económica reveló que “Desde que el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) se firmó en 1993, el alza en el déficit comercial de E.U. en relación con Canadá y México durante 2002 causó el desplazamiento de producción que sustentaba 879,280 empleos en E.U.”

Las exportaciones no siempre crean empleos. En las cinco industrias que más exportan a México: equipo eléctrico, maquinaria, equipo de transporte, productos químicos y metales primarios, desaparecieron más de 1,500,000 empleos durante las décadas de 1980 y 1990 mientras que las exportaciones aumentaban. La inversión extranjera en plantas y equipo mexicanos, mayormente desde Estados Unidos, se incrementó en 8 mil millones de dólares tan sólo en la primera mitad de 1994. Las plantas mexicanas de General Electric aumentaron sus ventas en 18 por ciento en 1994, a mil millones de dólares. El entonces Director Ejecutivo Jack Welch declaró a Business Week que el futuro de General Electric se encontraba en México.

Solidaridad Transfronteriza

Mediante condiciones sobre rescates económicos y créditos, el gobierno estadounidense hace valer una política de bajos salarios en la economía mexicana con la colaboración activa del gobierno mexicano con el fin de fomentar la construcción de maquiladoras. En consecuencia, durante los últimos veinte años han estallado conflictos laborales en una planta tras otra, de uno al otro extremo de la frontera. Así como esos conflictos se han ido intensificando, más al norte se ha ido organizando, con muchas dificultades, un movimiento para apoyar a los trabajadores afectados en Estados Unidos y Canadá.

Este movimiento de solidaridad transfronteriza no sólo brinda apoyo material inmediato para los trabajadores en conflicto. Como el mismo estilo de producción por maquiladoras transforma las economías de los países en desarrollo como México, este movimiento responde ofreciendo un campo de experimentación para la creación de un modelo nuevo de relaciones internacionales entre trabajadores y sindicatos. Actualmente la solidaridad de las comunidades de base a lo largo de la frontera México-Estados Unidos se está desarrollando en diferentes áreas, por medio de una variedad de estrategias, que tienen en común un carácter general democrático y popular que las distingue claramente del enfoque vertical propio de las relaciones sindicales internacionales características de la Guerra Fría. Las nuevas campañas transfronterizas dan voz a los trabajadores mismos.

Los conflictos laborales fronterizos se originan casi en su totalidad de la imposición de reformas económicas a México por el Fondo Monetario Internacional (FMI), respaldadas por las condiciones contenidas en los créditos bancarios y rescates económicos de Estados Unidos. La más relevante de estas condiciones, más importante incluso que el término de los subsidios y la apertura de la economía mexicana a las importaciones, ha sido la privatización.

En países como México, de economías mixtas, un gran porcentaje de los trabajadores ha estado empleado en empresas estatales. Una mayoría de los obreros mexicanos estuvo empleado con el gobierno hasta que las reformas económicas comenzaron a transformar su economía en los 1970s. Las mayores fortalezas del movimiento sindical mexicano se hallaban en el sector paraestatal.

Mientras que hace tres décadas tres cuartas partes de la fuerza laboral mexicana estaban sindicalizadas, menos del 30 por ciento lo están hoy. En la empresa petrolera paraestatal PEMEX, la membresía sindical todavía ronda el 72 por ciento. Pero cuando la industria petroquímica paralela se privatizó durante los últimos quince años, la tasa de sindicalización cayó al 7 por ciento. Los nuevos propietarios particulares redujeron la membresía del sindicato ferrocarrilero de 90,000 a 36,000 trabajadores hacia mediados de los 1990s.

El año pasado una de las luchas laborales mexicanas más importantes se libró contra la privatización del sistema de energía eléctrica en el centro del país y el esfuerzo por destruir su sindicato. Esta lucha lleva ya diez años. En el año 2000 el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) movilizó a sus aliados y recogió en tres semanas un millón de firmas en una petición para detener la venta de su empresa patrón, la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Sin embargo, el año pasado el gobierno despidió a todos los 44,000 empleados de la empresa, ocupó sus instalaciones con la policía federal, rompió el contrato con el SME e introdujo miles de substitutos subcontratados. Desde entonces, los “SMEístas” han sido golpeados mientras tratan de manifestarse frente a las instalaciones de energía eléctrica. Decenas de ellos montaron una huelga de hambre en la plaza principal de la Ciudad de México, el Zócalo. Los activistas sindicales ven el ataque contra el SME como un esfuerzo por destruir un sindicato que ha sido baluarte de la izquierda y el obstáculo más importante a la privatización de la electricidad.

Los despidos masivos y el desmantelamiento sindical ya amenazaron a obreros de las líneas aéreas, ferrocarriles, líneas de autobuses, teléfonos y muchas otros ramos. Durante más de tres años, los mineros de Cananea se han mantenido en huelga para evitar la destrucción de su sindicato y la eliminación de sus empleos en una de las minas de cobre más antiguas de México, el sitio de la histórica batalla de 1907 que fue presagio de la Revolución Mexicana.

En una huelga en 1998, cientos de mineros de Cananea perdieron sus trabajos después de que se usó la amenaza de la ocupación militar para imponer las reducciones de personal de Grupo México, la gigantesca corporación a la que prácticamente se regaló la mina en la ola de privatizaciones dirigida por el ex presidente Carlos Salinas. Como casi no hay más empleo en Cananea, un pueblo remoto, los mineros sin trabajo tuvieron que abandonarlo; muchos de ellos cruzaron la frontera, a sólo ochenta kilómetros de distancia al norte, para encontrar empleo y un nuevo futuro en los Estados Unidos. Si la huelga actual en Cananea se pierde, y el sindicato es derrotado o destruido, cientos más perderán su empleo. La realidad es que los mineros están luchando por el derecho a seguir viviendo y trabajando en México.

Buscando un Futuro

¿A dónde van los mineros cuando pierden sus empleos y su sindicato? A dónde irán los 44,000 electricistas despedidos para conseguir trabajo, si no pueden recobrar sus empleos, su sindicato y sus derechos? La migración a Estados Unidos es una consecuencia directa de la represión, la privatización y la imposición de reformas económicas basadas en los mercados.

Los mineros y electricistas no están solos. Migrant Rights International (Derechos Migrantes Internacional, en Español), organización por los derechos de los inmigrantes con sede en Ginebra, estima que más de doscientos millones de personas viven actualmente fuera de los países en donde nacieron. No sólo están viajando de México a los Estados Unidos, sino de los países en desarrollo a los países industrializados en el mundo entero.

¿Qué encuentran cuando llegan con sus sueños de una vida mejor? En Estados Unidos, se vuelven parte de una mano de obra inmigrante con los salarios y condiciones más bajos. Se les niegan los derechos más elementales, no hay seguro de desempleo, ni asistencia médica ni beneficios sociales de ningún tipo. No tienen derecho a un trabajo. No sólo se les puede despedir sin previo aviso, como a la mayoría de los trabajadores, sino que para ellos el acto mismo de trabajar es un delito, una violación de la ley… gracias a la disposición de la Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986, que sanciona a los patrones.

Como la recientemente aprobada Ley SB 1070 de Arizona demuestra bien a las claras, a estos trabajadores se les niega el derecho a residir en una comunidad estable, a vivir aquí, punto. Y la ironía es que muchas veces acaban trabajando para las mismas corporaciones cuyas operaciones en sus países de origen forman parte de la razón por las que, para empezar, están aquí.

En Estados Unidos los trabajadores se vuelven víctimas de la misma economía de libre comercio, perdiendo sus empleos cuando sus plantas cierran, o cuando la cada vez menor base gravable que paga los servicios sociales lleva a reducciones de personal. Cuando esto sucede se les dice que encuentren a alguien a quien culpar; pero en vez de señalar a las empresas, gobiernos e instituciones financieras que verdaderamente toman las decisiones, se les dice que culpen a otros trabajadores. “Culpen a los obreros de México o de China por robarse su trabajo; culpen a los trabajadores inmigrantes en Estados Unidos por exactamente lo mismo.”

El resultado es que la histeria anti inmigrante se ha convertido en un problema extremadamente grave en todos los países desarrollados, al ser ahora los inmigrantes un ejército laboral de reserva trasnacional y parte integrante de la fuerza de trabajo en los países a donde viajan.

Las trasnacionales lo quieren todo. Quieren el derecho a invertir en el mundo en desarrollo obligándolo a bajar los salarios hasta la miseria en su búsqueda de utilidades; y en los países desarrollados, buscan empleados que hayan sido desplazados por el alto desempleo, la privatización y la reducción de los salarios, y los usan como fuente de mano de obra prescindible a bajo costo.

En esta ofensiva por mayores utilidades, las corporaciones cuentan con las leyes de inmigración estadounidenses. Aunque los medios de comunicación presenten siempre estas leyes como un instrumento para controlar las fronteras y evitar su cruce por cualquier gente, siempre han servido una función mucho más importante: Durante los últimos cien años, estas leyes han sido el medio para regular la oferta, y por ende el precio, de la mano de obra inmigrante.

No importa cuántos muros se construyan en la frontera, no importa cuántos soldados o Guardias Nacionales o helicópteros la patrullen, los trabajadores seguirán atravesándola en busca de un futuro mientras los tratados comerciales y programas de ajustes estructurales no les dejen otra opción para sobrevivir. No existe un testimonio de esto más elocuente y condenatorio que los cientos de obreros y campesinos, mujeres y hombres, que mueren cada año en el desierto intentando el viaje desde el norte de México hasta los Estados Unidos.

Durante toda la Guerra Fría, en lugar de luchar por los derechos de estos trabajadores migrantes, las actitudes anti inmigrantes prevalecieron en el movimiento laboral estadounidense. Al mismo tiempo, los sindicatos de E.U. apoyaban el crecimiento del libre comercio, la inversión empresarial estadounidense y en general la política extranjera de E.U.; es decir, las mismas causas del desplazamiento de las personas y de su emigración. En 1986, la ya mencionada Ley de Reforma y Control de la Inmigración, que hizo del mero acto de trabajar, o tener un empleo, un delito para los inmigrantes indocumentados, recibió el apoyo de la AFL-CIO. La justificación era que si la gente no podía trabajar, regresarían a su lugar de origen, o ni siquiera emigrarían.

Cuando trabajar se vuelve delito, es muy difícil para los trabajadores organizar sindicatos, realizar huelgas o luchar por mejores condiciones; desde que las administraciones de Clinton y Bush, y hoy la de Obama, imponen las leyes de inmigración en el centro de trabajo, estas dificultades se han agravado.

Ahora los agentes de inmigración revisan los documentos que los trabajadores deben llenar para obtener un empleo, y exigen a los patrones despedir a aquellos con documentos cuestionables. Se ha presionado a la Administración de la Seguridad Social para que haga mal uso de su base de datos para localizar inmigrantes indocumentados. Solamente el año pasado se despidió a 1,200 conserjes sindicalizados en Minneapolis, a 300 en Seattle, 475 en San Francisco, y en Los Ángeles se despidió a 2,000 operadores de máquinas de coser. Cientos más han perdido sus empleos en circunstancias parecidas en todo el país. El Departamento de Seguridad Interna informa que está auditando los registros de personal de 1,654 compañías, lo que podría llevar al despido de cientos de miles de personas. Ese solo hecho causará un tremendo impacto sobre los sindicatos, ya que miembros que han estado pagando cuotas, muchas veces durante años, esperan que su sindicato defienda sus trabajos y la subsistencia de sus familias. Si los sindicatos no los defienden, no pueden esperar que trabajadores inmigrantes quieran unírseles.

Al mismo tiempo que se incrementa la aplicación de estas leyes, los patrones proponen programas que permitirían a los trabajadores seguir en Estados Unidos, pero únicamente como obreros contratados, en condiciones en que cualquier protesta para obtener mejores salarios, o cualquier intento de unirse a un sindicato conduciría a su deportación.

Trabajadores, No Víctimas

La buena noticia es que el sentimiento anti inmigrante dentro del movimiento laboral de Estados Unidos nunca se ha dejado de objetar, y que durante los últimos veinte años los sindicatos de E.U. se han interesado mucho más en organizarse y luchar por los derechos de los trabajadores inmigrantes.

Ello se debe, en parte, a la necesidad de sobrevivir. Los obreros inmigrantes en el escalón más bajo están entre quienes más quieren y necesitan sindicatos y han estado dispuestos a aceptar los riesgos que implica el organizarse. Reconociendo este hecho básico, en 1999 consejos laborales y coaliciones de base por los derechos humanos en todo el país se aliaron para preparar y llevar una resolución a la convención de la AFL-CIO en Los Ángeles; en ella se pidió terminar con las sanciones a los patrones, la implantación de un nuevo programa de amnistía para legalizar a los trabajadores que ya vivían en E.U. y poner fin al programa de aplicación de la legislación inmigratoria, dirigida contra los trabajadores, de la administración de aquel entonces. En la convención, los dirigentes sindicales de la nación se pronunciaron a favor de un cambio de política inmigratoria.

Los sindicatos de E.U. representan hoy alrededor de 12 por ciento de la fuerza laboral. Tienen que organizar 400,000 trabajadores al año sólo para conservar el mismo lugar. Si desean subir sólo un punto porcentual, de 12 a 13 por ciento, tendrán que organizar 800,000 trabajadores al año. La realidad es que en los últimos años el porcentaje aumenta levemente, pero lo más frecuente es que baje. El porcentaje de trabajadores organizados ha estado declinando desde la década de 1950. Cuando la densidad sindical baja, los salarios se reducen y el poder político para retar a las grandes corporaciones y poderosas instituciones de nuestra sociedad disminuye también. Una baja membresía sindical equivale a carencia de seguro médico universal; la ecuación no es difícil de entender.

No obstante que esta declinación se viene dando en general, es claro que los inmigrantes han estado luchando para organizarse. En California, casi todas las iniciativas sindicales en los últimos diez años han tenido su base al menos en parte entre los inmigrantes, incluyendo no sólo campañas emprendidas por sindicatos, sino también muchas huelgas espontáneas y proyectos de organización que los mismos trabajadores inmigrantes han iniciado.

Este repunte tiene en parte causas demográficas. La fuerza laboral está cambiando en muchas industrias. Los trabajadores inmigrantes componen un porcentaje creciente de la fuerza laboral en la estructura de servicios, asistencia médica, manufacturas, alimentos procesados, construcción y hotelería (hoteles y restaurantes) Algunas industrias siempre han tenido una mano de obra casi totalmente inmigrante, como la agrícola, electrónica, la del vestido entre otras.

Son industrias estructuradas sobre la explotación, y la tasa de explotación se está elevando. En la industria del vestido en Los Ángeles, por ejemplo, el nivel del salario ajustado a la inflación ha caído cada año desde 1986, cuando se aprobó la reforma inmigratoria, mientras que los empleos eran trasladados al exterior. Lo mismo ocurrió en la construcción residencial, en la cual se perdió la representación sindical durante los 1950s, hasta que miles de montadores de muros secos y estructuras se mantuvieron en huelga durante un año en 1992 y la tendencia comenzó a invertirse.

Los cambios demográficos y aumento en la explotación no sólo ocurren en Los Ángeles y California, sino de manera general, e incluso en estados que históricamente no han recibido mucha inmigración latina o asiática.

Si bien los inmigrantes son explotados, no son víctimas. Al mismo tiempo que la AFL-CIO debatía su cambio de postura en Los Ángeles, un grupo de obreros paró el trabajo en una planta empacadora de carne en St. Paul, Minnesota, se sentaron a lo largo de la línea y enviaron una delegación al centro, en esa misma calle, del sindicato United Food and Commercial Workers (Trabajadores Unidos del Comercio y la Industria Alimentaria), para informarles que estaban en huelga y listos para afiliarse.

En la colosal manifestación de inmigrantes que siguió a la convención en Los Ángeles, una trabajadora atestiguó que su patrón, un hotel de Palm Springs, despidió a los trabajadores cuando empezaron a formar un sindicato. Entonces las camareras se declararon en huelga contra el hotel durante tres meses. Cuando la Junta Nacional de Relaciones Laborales ordenaron al hotel reinstalar a los trabajadores, y el hotel se negó a recontratar a quienes no tuvieran documentos, la huelga continuó durante otro mes hasta que todos habían sido recontratados.

Los inmigrantes no son los únicos trabajadores con una historia de lucha: otros grupos de trabajadores también son pro sindicatos, y defienden valientemente sus derechos. Pero entre los inmigrantes existe un historial de auto organización, de acciones iniciadas por los obreros y de apoyo comunitario hacia ellos. Los inmigrantes indocumentados no son una amenaza, sino una fuente de fortaleza para el movimiento laboral. A muchos obreros inmigrantes no se les tiene que decir qué son los sindicatos, o ni siquiera, en muchos casos, cómo organizarse, a pesar de que puedan no estar familiarizados con las leyes y derechos laborales de Estados Unidos. Tienen algo que ofrecer al movimiento laboral aparte de nada más una oportunidad de crecer.

En las Filipinas, por ejemplo, los obreros montan tiendas de campaña y viven a la puerta de la planta cuando se declaran en huelga, y no hay acoso policial que pueda alejarlos. Ese tipo de militancia ayudó a los filipinos a organizar sindicatos en las aisladas plantas enlatadoras de pescado de Alaska y en los campos californianos y del noroeste desde los 1930s hasta los 1950s. La gran huelga de la uva en 1965, que marcó el nacimiento de United Farm Workers, la emprendió esa generación de activistas obreros filipinos.

En México y El Salvador, a pesar de hostigamientos y en ocasiones represiones sangrientas, la ley todavía prohíbe a las empresas funcionar y contratar rompehuelgas durante una huelga legal (aunque el gobierno conservador de México se esfuerza todo lo posible por eliminar ese derecho mediante reformas). Esa experiencia casi siempre enseña a los obreros de estos países a esperar más de sus derechos laborales, y esa expectativa es positiva para los sindicatos y comunidades estadounidenses. Ayuda a los obreros a elevar sus miras, a no seguir dando por sentadas las interrupciones de huelgas y tratarlas como situaciones normales. Estas expectativas culturales otorgan un valor mayor a los derechos laborales que a los relacionados con la propiedad privada: una expectativa que beneficiaría a la totalidad de los trabajadores estadounidenses.

Aunque esos huelguistas de Cal Spas pueden haber sospechado del sindicato en un principio, su expectativa sobre su derecho a declararse en huelga era de hecho mucho mayor que la de casi todos los obreros estadounidenses. Muchos organizadores sindicales han aprendido a apelar a expectativas similares para poder convencer a trabajadores inmigrantes de que empiecen a organizarse.

Las comunidades inmigrantes suelen apoyar decididamente las luchas de la clase obrera, y los mismos obreros tienen una tradición de apoyo mutuo. Las huelgas en al barrio a menudo se vuelven luchas de toda la comunidad contra un patrón importante.

El contacto exitoso con los trabajadores inmigrantes, depende de una alianza estratégica entre sindicatos y comunidades inmigrantes. Organizar no es tan simple como llegar a la entrada de una planta con tarjetas de afiliación y volantes y afiliar a los trabajadores. Es una lucha a largo plazo que exige una organización real entre los mismos trabajadores, un plan de combate al patrón que verdaderamente modifique las condiciones en el centro de trabajo, y un esfuerzo sostenido para crear verdadero apoyo comunitario y verdaderas alianzas, de la manera en que los capítulos de Jobs with Justice (Empleos con Justicia) organizan sus Juntas de Derechos Obreros.

Muchas comunidades de inmigrantes ya están bien organizadas. Entre mexicanos y filipinos son muy comunes asociaciones de personas de la misma ciudad o pueblo en el país de origen. En la huelga de obreros de la construcción de 1992 en el sur de California, los albañiles, muchos de ellos provenientes de unos cuantos pueblos en el centro de México, pararon la construcción residencial desde Santa Bárbara hasta la frontera con México, encontraron lugares para vivir y alimentación para todos ellos a partir de sus relaciones en esos pueblos y con familiares. Las representaciones de su ciudad desempeñaron asimismo un gran papel en organizar colosales manifestaciones por los derechos de inmigrantes, desde la de cien mil personas de 1995 contra la Propuesta 187 en California hasta las manifestaciones de un millón de personas de 2006.

Las coaliciones de derechos de inmigrantes son aliados naturales del movimiento obrero porque algunos de los derechos más fundamentales que se les niegan a los inmigrantes son sus derechos como trabajadores.

Del economismo a la igualdad de derechos

Siempre han existido dos maneras de pensar sobre los inmigrantes en el movimiento obrero de E.U. Siguiendo un estrecho economismo, a menudo los sindicatos han buscado restringir la oferta de mano de obra, mirándose como un club para unos pocos privilegiados. En épocas en que el economismo ha predominado, como ocurrió durante la Guerra Fría, los sindicatos defendían los intereses de sus propios miembros mientras mantenían barreras de racismo, sexismo y actitud anti inmigrante para excluir a otros trabajadores y sus problemas e intereses.

En 1999 la AFL-CIO dio un paso enorme hacia una visión muy diferente, una que concibe a los sindicatos como movimientos sociales que buscan organizar a todos. La nueva postura de la AFL-CIO significó que los obreros podían luchar por los intereses de los trabajadores como clase; todos los trabajadores incluyendo los indocumentados. Al desafiar el poder corporativo con una visión mucho más amplia de justicia social, esta postura anunció que la mano de obra se proponía luchar contra el racismo y la histeria anti inmigrante.

La resolución de 1999 convocó a los sindicatos a oponerse a las sanciones contra los patrones, las cuales en la realidad estaban dirigidas contra los obreros, no contra los patrones. Cuando el trabajo se convierte en ilegal, los patrones tienen un arma importante con la cual combatir cualquier esfuerzo por organizar sindicatos o luchar por mejores condiciones. Este cambio de posición implica derechos iguales para todos los trabajadores. Más todavía, desafió la justificación para la imposición de sanciones: la de que si los trabajadores migrantes no pueden trabajar, abandonarán el país.

Al exigir la abolición de sanciones, los sindicatos rechazaron también esa exclusión racista y en cambio determinaron que lucharían por el derecho de los trabajadores migrantes a permanecer en el país, y su derecho a trabajar para sostener a sus familias.

El movimiento laboral no debe renunciar a esta postura. La resolución de 1999 se ganó como resultado de trece años de lucha, durante los cuales los sindicatos se fueron convenciendo de que defender a los indocumentados era una clave para su propia sobrevivencia. Esta defensa se convirtió en el núcleo de una alianza cada vez más fuerte entre el movimiento laboral y las comunidades inmigrantes, una que no debe sacrificarse en aras de hacer tratos políticos en Washington.

Asimismo, la AFL-CIO emitió un llamado a una nueva amnistía en la cual los trabajadores indocumentados estarían en posibilidades de solicitar su legalización. Los obreros que adquieren intereses en la comunidad también se interesan en organizarse para lograr mejores condiciones. Por otro lado, cuando los inmigrantes son vulnerables, su estatus de segunda clase se usa no sólo contra ellos, sino contra otros trabajadores también.

Históricamente, la política de E.U. y de las empresas ha sido considerar la ley de inmigración como un medio para regular la oferta de mano de obra, bajar los salarios y disminuir las prestaciones laborales. Actualmente existen muchas categorías de visado que utilizan los patrones para traer trabajadores a Estados nidos como obreros contratados, con ese propósito; existen programas para trabajadores con capacitación técnica y trabajadores de la salud, granjeros, operarios de la industria del vestido, entre otros.

Cuando los trabajadores se manifiestan por mejores condiciones u organizan un sindicato, son fácilmente despedidos, sean inmigrantes o no. Pero cuando se despide a trabajadores huéspedes o contratados, no solamente pierden su empleo sino su posibilidad de quedarse en el país. Ello otorga al patrón el poder efectivo tanto de despedir como de deportar, lo que pone a las personas en dichos programas en situación tan vulnerable como desesperada. Permitir a estos obreros encontrar un nuevo patrón es muy poca protección si se les deporta una vez que han quedado desempleados durante cualquier tiempo.

Una de las razones por la que los patrones quieren nuevos programas, o la expansión de los existentes, es este aumento de vulnerabilidad. Otra razón es la capacidad que da a los patrones para poner unos trabajadores en contra de otros, en competencia por los empleos. En las plantas de alta tecnología, por ejemplo, la industria electrónica tiene una larga historia de discriminación contra los ingenieros afroamericanos y casi no los contrata. Los trabajadores de color han estado golpeando la puerta para conseguir empleos, pero en lugar de emplearlos y subir los salarios para competir por la mano de obra nacional, empresas como Microsoft introducen obreros de otros países como obreros dependientes, tanto como decir siervos atados a un contrato.

Todos estos programas de visa basados en un patrón y una industria se fundamentan en la idea de que las leyes de inmigración deben usarse para abastecer de trabajadores a los patrones. Estas propuestas eliminan cualquier posibilidad de reforma migratoria auténtica y significativa, sobre todo desde que se hizo necesario un mayor cumplimiento de estas leyes para asegurar que estos obreros no salgan de estas situaciones de alta explotación.

Sin embargo, esto es lo que viene: El elemento básico de la reforma migratoria en el que el presidente Obama y el presidente mexicano Calderón están de acuerdo es un programa de trabajadores temporales. Para Calderón, un programa de empleos por contrato le permitirá decir que ha abierto la puerta hacia Estados Unidos, que los mexicanos ya no tienen que atravesar el desierto y arriesgarse a morir si quieren trabajar. Los últimos tres presidentes de Estados Unidos han apoyado programas de trabajadores huésped porque es lo que desean los patrones empresariales.

Para los trabajadores y sindicatos a ambos lados de la frontera es importante decidir qué tipo de sistema migratorio protegería sus derechos y niveles de vida, en lugar de limitarse a aceptar las propuestas que les hacen los empleadores y los políticos conservadores. Cuando examinan las propuestas migratorias salidas del Congreso, deben plantear algunas preguntas básicas a fin de resolver cuáles propuestas vale la pena apoyar y cuáles propuestas deben derrotar. Son preguntas como éstas:

¿Deben todos los trabajadores tener el derecho a organizarse, y por tanto, se opondrán los sindicatos a cualquier propuesta de ley migratoria que socave ese derecho? La meta de la política de inmigración ¿debe ser crear comunidades estables, conde los trabajadores puedan adquirir poder político? ¿Debe fomentarse la unidad e igualdad entre los trabajadores, los blancos y los de color, los inmigrantes y los nacionales? Y ¿deben imponerse restricciones a tratados comerciales y reformas económicas, porque desplazan a las comunidades y obligan a la gente a emigrar en busca de trabajo?

El sector laboral debe decidir qué respuestas dar a estas preguntas y después luchar por lo que los trabajadores verdaderamente quieren y necesitan.

¿Qué es lo que Queremos?

El presidente de la AFL-CIO Richard Trumka afirma: “Necesitamos asegurarnos de que todo trabajador en Estados Unidos, documentado o indocumentado, esté protegido por nuestras leyes laborales.” Asimismo, dice que necesitamos una reforma migratoria que “otorgue a los inmigrantes la seguridad de ser parte de nuestro país desde el primer día, en posibilidad de hacer valer sus derechos legales, incluyendo el de organizarse, sin temor a represalias.”

Pero no todas las reformas propuestas alcanzarán esa meta. De hecho, las presentadas en el Congreso de E.U. durante los últimos cinco años van en dirección contraria. Recientemente el Consejo de Relaciones Extranjeras propuso dos objetivos para la política inmigratoria de Estados Unidos. “Debemos reformar el sistema legal de inmigración”, defendió, “para que funcione con más eficiencia, responda con más precisión a las necesidades del mercado de trabajo y eleve la competitividad de Estados Unidos.” Lo anterior pide esencialmente aprovechar la migración para abastecer de mano de obra a los patrones empresariales a salarios competitivos, es decir bajos. “Debemos restaurar la integridad de las leyes de inmigración”, continuó el Consejo” a través de un régimen de aplicación que disuada resueltamente tanto a patrones como a empleados de funcionar fuera de ese sistema legal.” Esto es tanto como aparejar un régimen de ejecución de la ley como el actual, con sus redadas y sus despidos, a ese sistema de abastecimiento de mano de obra.

En los últimos diez años, las deportaciones se han elevado a 400,000 por año, las más altas en la historia de Estados Unidos. El año pasado se detuvo (un eufemismo por “se encarceló”) a más de 350,000 inmigrantes indocumentados. Miles están siendo despedidos de sus empleos. El marco del Consejo de Relaciones Extranjeras esencialmente considera esto como un aspecto permanente de la vida en E.U.

La política de inmigración fundada en el suministro de mano de obra para los patrones siempre conduce a dos resultados: El desplazamiento de comunidades en el extranjero se vuelve una política de la que no se habla, porque se la necesita para producir trabajadores. Y la desigualdad en los países a donde estos trabajadores viajan se convierte en política oficial.

Estados Unidos se enfrenta a una elección de rumbo: Una agenda empresarial de la migración administraría el flujo de personas mediante nuevos programas de trabajadores huésped e infracciones más altas para quienes traten de migrar y trabajar fuera de este sistema.

Algunas propuestas también contienen una “legalización incompleta” para los indocumentados, que además descalificaría a la mayoría de los candidatos o los tendría esperando visas durante años.

La historia nos revela que una mejor dirección no sólo es posible, sino que se la alcanzó en parte durante el movimiento por los derechos civiles. En 1964, héroes del movimiento chicano como Bert Corona, Ernesto Galarza, César Chávez y Dolores Huerta obligaron al Congreso a poner fin al programa de braceros. Al año siguiente, mexicanos y filipinos se declararon en huelga en los campos de Coachella y Delano, y nació United Farm Workers. Ese mismo año, 1965, esos dirigentes, junto con muchos otros, regresaron al Congreso y ganaron una ley que hizo de la unidad familiar el criterio para la migración en lugar del de satisfacer las necesidades de mano de obra de los negocios y empresas. El movimiento de los derechos civiles ganó el sistema de preferencia de la familia y todavía más: la idea de que la migración debía utilizarse para fortalecer familias y comunidades, no regalarle un subsidio de bajos salarios a las corporaciones.

Esa lucha no ha terminado.

Necesitamos la legalización, para que 12 millones de personas puedan obtener rápidamente derechos y tarjetas de residencia (“green cards”). Necesitamos librarnos de las leyes que hacen de trabajar un delito, así como de los centros de detención operados por particulares que se usan para aplicar esas mismas leyes.

Tenemos que asegurarnos que quienes deciden en Washington, D.C. no hundan familias de México, El Salvador o Colombia en la miseria, ni obliguen a una nueva generación de trabajadores a dejar sus hogares para encontrar empleos en fábricas de muebles y lavanderías, edificios de oficinas y plantas empacadoras, construcciones, o sólo en los jardines o cuidando a los infantes de los ricos. Las familias de los países en donde la gente es desplazada por las políticas neoliberales y de mercados libres tienen el derecho a sobrevivir, el derecho a no emigrar. Para convertir ese derecho en realidad, necesitan empleos y granjas productivas, buenas escuelas y servicios de salud en su lugar de origen.

La solidaridad es la clave para ganar todos esos derechos. Tenemos una gran ventaja en este mundo cada vez más globalizado. Más de doscientos millones de personas, casi todas ellas obreros y campesinos, forman parte de una gran corriente migratoria, una corriente humana que enlaza a los países desarrollados y en desarrollo del mundo entero. ¿Qué vehículo para la solidaridad hay más natural que los mismos trabajadores? ¿Quién conoce más acerca de las condiciones de trabajo en ambos hemisferios que alguien que ha trabajado en cada uno de ellos? ¿Quién puede percibir más claramente el funcionamiento de la economía global, y quién tiene un mayor interés en juego que ellos en transformarlo?

¿Quién puede ayudarnos a transformar nuestros sindicatos, que son organizaciones abrumadoramente nativistas, y acostumbradas a funcionar dentro de las fronteras nacionales, en organizaciones auténticamente globales, uniendo a los trabajadores a través de las fronteras?

Organizar a trabajadores inmigrantes no se trata de apiadarse de los oprimidos. Exige de nosotros comprender qué es necesario para la supervivencia de nuestras comunidades, de nuestro movimiento laboral. Si queremos estructurar poder político, debemos incorporar a los trabajadores migrantes, luchar por sus derechos y empleos, y crear un movimiento por la justicia social que nos pertenezca a todos, documentados e indocumentados por igual.

David Bacon es un escritor y fotoperiodista de California. Su último libro es Gente Ilegal: Cómo la Globalización Crea la Migración y Criminaliza a los Inmigrantes. Es colaborador del Programa de las Américas en www.americas.org. El presente artículo se publicó originalmente en el número de octubre de Monthly Review.

Redacción: Laura Carlsen

Traducción: María Soledad Cervantes Ramírez

TE RECOMENDAMOS