IMG_0122Desde el inicio de la guerra contra el narco, lanzada por Felipe Calderón en diciembre de 2006, se ha visto un número alarmante de víctimas jóvenes en un contexto de casi total impunidad. Los recientes casos de las masacres de Ayotzinapa y Tlatlaya, que juntos representan la muerte o desaparición de 70 jóvenes este año, evidencian la emergencia nacional que viven hoy hombres y mujeres jóvenes del país.

  1. La guerra contra en narco, estrategia de control social

La guerra contra el narcotráfico, diseñada en los años setenta por el ex presidente Richard Nixon y profundizada por el también ex presidente Ronald Reagan, tuvo desde sus orígenes el objetivo de reprimir a la juventud rebelde. En este periodo histórico, el presidente estadunidense llegó al poder con muchos flancos débiles, con protestas sociales masivas en las calles, sobre todo en las ciudades. La guerra en Viet Nam había generado un movimiento estudiantil radical y fuerte, una contracultura florecía entre la juventud que rechazaba la cultura dominante, la población afro-americana se levantaba en defensa de sus derechos civiles y se gestaron movimientos revolucionarios —igual que en México y otras partes del mundo en esta etapa de la historia global que se identifica con el año de 1968.

El modelo de “guerra” contra el narcotráfico de 1971 tuvo como fin criminalizar a la juventud, cuyos cuestionamientos hacian temblar al gobierno, especialmente a las poblaciones que más desafiaban el sistema —afros, latinos y pobres en general—. La economía no proporcionaba a esta población el empleo digno que reclamaba. Crecía la desigualdad social, junto con los anhelos de cambio. La guerra contra las drogas fue un intento de distraer la atención de los problemas internos y presentar el consumo y tráfico de sustancias prohibidas como el enemigo número uno para la sociedad.

A cuatro décadas de distancia, la estrategia ha sido alarmantemente exitosa. De 1980 a 2008, la población encarcelada se cuadruplicó, a 2.3 millones de personas —con un millón de afro-americanos, que ahora son, junto con los latinos, el 58% de la población carcelaria. La mayoría está en prisión por delitos relacionados con las drogas, y entre los jóvenes este es la causa principal, muy por encima de otros delitos. La guerra contra las drogas y el encarcelamiento de jóvenes ha sido una manera eficaz de evitar estallidos sociales basados en legítimos reclamos, en una sociedad en donde hoy en día el 1% de la población posee el 40% de la riqueza nacional. El blanco de la estrategia de represión preventiva ha sido claramente la juventud.

Por otro lado, la guerra contra las drogas ha sido un fracaso estrepitoso en el objetivo presentado por las autoridades, que es disminuir el tráfico y el consumo de sustancias prohibidas. Los informes anuales de EEUU muestran que el consumo de drogas se modifica pero no ha bajado y en el caso de algunas drogas, está creciendo. No hay indicios de éxito en reducir la oferta, a pesar de las acciones multimillonarias como Plan Colombia y Plan México (Iniciativa Mérida).

El otro “logro” de la guerra contra las drogas en EEUU ha sido la criminalización moral, por decirlo de alguna manera, de la juventud pobre. Insinuar que una persona tenga vínculos con la droga es suficiente para aislarla socialmente, y restar credibilidad y simpatía social por las justas demandas de empleo, justicia y derechos humanos de grupos enteros de jóvenes. En este proceso, los medios masivos de comunicación han jugado un papel fundamental, al fortalecer el racismo y la discriminación por edad, y criminalizando a las y los jóvenes, creando entre la gente miedo de la juventud y sobre todo los pobres, afros y latinos.

  1. La guerra en México

México no tiene la infraestructura para poder encarcelar a sus jóvenes rebeldes de la misma manera que lo hace EE.UU., así que en nuestro país la imposición del modelo de guerra contra las drogas ha tenido otras vías de aplicación pero la misma finalidad de control social. Desde 2006, el despliegue de las fuerzas armadas en territorio mexicano ha sido un elemento indispensable en la estrategia de guerra contra las drogas. Esta práctica es prohibida o muy restringida en muchos países, entre ellos Estados Unidos, debido a la probabilidad de abuso de poder.

La militarización del país ha traído las tristes consecuencias que hoy están a la vista: más de 100,000 muertos; alrededor de 30,000 desaparecidos; violaciones de derechos humanos; incremento en crímenes de género; desplazamiento forzado; acoso a migrantes en territorio nacional; corrupción y colusión; deterioro del estado de derecho. Debido al desastre que ha implicado para México, el candidato Peña Nieto se deslindó de la estrategia y el presidente Peña Nieto ha hecho todo lo posible para no hablar de temas de seguridad e inclusive, con la colaboración de los medios, controlar la información, cambiar el discurso y tapar la realidad.

Si se parte del análisis de que la guerra contra las drogas es un mecanismo de control social y no un mecanismo de combate a la delincuencia, se entiende por qué Peña Nieto no modifica la estrategia a pesar de los costos sociales y políticos para su presidencia, y porque el gobierno de los Estados Unidos no permite que se modifique. La militarización —sea por parte del Ejército, la Marina o la nueva Gendarmería, o incluso la policía militarizada— asegura que haya una fuerza represiva en zonas críticas del país. Ha abierto la puerta a nuevas relaciones entre el estado y los poderes fácticos, con alianzas complejas entre fuerzas de seguridad, un mayor número de grupos criminales e intereses económicos.

El resultado es sangre, y más sangre.

Para la población joven, uno de los primeros focos rojos fue el caso de los dos jóvenes estudiantes de la universidad en Monterrey, abatidos por el ejército y acusados —post mortem— de ser miembros del crimen organizado, incluso con la burda siembra de armas. Ahora, esto se ha repetido docenas de veces. Según fotos y testimonios, en la matanza por el Batallón 102 en Tlatlaya se encontraron armas al lado de los cadáveres de jóvenes en posiciones totalmente inverosímiles. De la versión de que los 22 murieron en “un enfrentamiento”, salió la voz de un testigo a decir que sólo uno murió en un enfrentamiento inicial y que 21 fueron ejecutados. Como regateando con la verdad, Murillo Karam ahora dice que sólo 8 fueron asesinados por soldados actuando por cuenta propia y todos los demás murieron en un tiroteo.

A pesar de la falta de investigaciones serias, las circunstancias reportadas por organizaciones independientes indican que las muertes de jóvenes en el contexto de la guerra se deben a ajustes de cuentas entre grupos criminales o al interior de un cártel, o ataques por parte de las fuerzas de seguridad. En el primer caso, la violencia se ha multiplicado desde el inicio de la guerra, con la fragmentación de los cárteles y la estrategia de descabezarlos, instigando batallas para el control de plazas y territorios.

Hay que recordar que aún en el caso de que sean asesinatos entre miembros del crimen organizado, no exime de la culpa al estado, primero por su obligación de garantizar la paz y la seguridad; segundo, por la manera en que la política de estado de guerra propició la violencia; y tercero por la falta de oportunidades de vida —acceso a la educación y el empleo— que pone a jóvenes en riesgo de reclutamiento, reclutamiento forzado o de simplemente estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. En México, más de 7.5 millones de jóvenes mexicanos no encuentran oportunidades de estudio ni de empleo formal, una situación estructural que coarta sus perspectivas de vida, sus esperanzas y su desarrollo humano. En reconocimiento de este hecho, entre las recomendaciones del Relator Especial sobre Ejecuciones Extrajudiciales al estado mexicano está la de “introducir políticas públicas efectivas para prevenir el reclutamiento de adolescentes al crimen organizado.”

Actualmente existen varias formas de violencia del estado contra jóvenes y todas han crecido notablemente en el contexto de la guerra contra las drogas. Las formas principales son: ejecuciones extrajudiciales (asesinatos por parte de las fuerzas del estado sin proceso jurídico), represión (asesinatos, ataques y/o desapariciones forzadas que tienen características de persecución por razones políticas) y “limpieza social” (ataques, desapariciones y asesinatos de individuos y grupos marginados ocupando espacios públicos, como poblaciones callejeras, prostitutas, vendedores ambulantes y —según reportes desde Ciudad Juárez y otros lugares— jóvenes, sólo por ser jóvenes). Además, la tortura se ha vuelto una práctica más generalizada, como instrumento de un sistema de justicia que poco tiene que ver con la justicia.

Todas estas formas de violencia implican graves violaciones de derechos humanos y se dirigen en contra de la juventud. El relator informa que existe documentación de la muerte de 994 niños y niñas en la guerra contra el narco en México sólo entre los años 2007-2010. Los traumas sicológicas, las heridas y la destrucción del tejido social y del núcleo familiar tienen altos costos sociales que se viven y se reproducen por generaciones.

  1. El papel de Estados Unidos en México

Las leyes prohibicionistas en Estados Unidos crean un gigantesco mercado negro calculado en $38 mil millones de dólares, sólo entre México y EEUU. Este mercado clandestino permite el flujo de cuantiosos recursos al crimen organizado, sin ninguna posibilidad de regulación, control o beneficios sociales.

Para el sistema capitalista la existencia de una economía subterránea tiene ventajas financieras y políticas. Por un lado, la criminalización de la droga permite una situación de vulnerabilidad y hostigamiento permanente contra la juventud frente a las fuerzas represivas del estado, y asegura que muchos de ellos pasarán tiempo tras las rejas. En la política exterior, la guerra justifica la intervención extranjera.

Por otro lado, la cantidad de dinero que fluye sin transparencia o control ha sido un factor, según economistas, en salvar el sistema financiero global de la crisis de 2008, al proveer liquidez a los bancos y ser motor de movimientos especulativos de alto nivel. Los bancos transnacionales no sólo aceptan el dinero del narco, sino que promueven nuevas y más sofisticadas maneras de lavar dinero y aseguran que fluya en el sistema financiero “legitimo”.

El acceso a dinero sucio permite financiar actos ilegales en la política y hasta guerras secretas o prohibidas. El ejemplo más conocido es el financiamiento de la Contra nicaragüense con la venta de droga en los barrios estadunidenses por parte de la CIA.

Las formas de intervención extranjera estadunidense han cambiado con la globalización de las corporaciones y de las élites internacionales (piensen en el modelo de negocios de Slim, los ex —y futuros— presidentes mexicanos formados y recibidos en las universidades de EEUU y presidiendo las mesas directivas de las grandes transnacionales, etc.) Normalmente, ya no es necesario pagar el precio económico y político de enviar tropas a América Latina. Gobiernos como el de Peña Nieto hacen el trabajo sucio de “seguridad nacional” de EEUU y de asegurar el acceso a recursos naturales y mano de obra para las empresas internacionales. La frase “seguridad nacional” se pone entre comillas porque este modelo no asegura la seguridad ni del estado estadunidense ni de la población —ni de lejos, porque se orienta a la seguridad de los grandes poderes económicos.

México, laboratorio del libre comercio, se volvió el laboratorio de estas nuevas formas de intervención bajo el pretexto de la guerra contra las drogas in 2007. Ese año, menos de un año después de que Felipe Calderón lanzara la guerra aquí, el entonces presidente George W. Bush anunció la Iniciativa Mérida, que sigue siendo el eje de la política EEUU en el país siete años después. La IM, según el primer texto, abarca el contraterrorismo, la lucha contra el narcotráfico y la seguridad fronteriza, aunque se conoce más por la guerra contra las drogas.

Las raíces de la estrategia se encuentran en el TLCAN. La integración económica regional de México, EEUU y Canadá no es tanto la integración de tres naciones y economías, como un plan que corresponde a los intereses del súper-poder en medio y que pone los recursos nacionales a la disposición del sector privado transnacional. Por eso, el regocijo en EEUU con el paquete de reformas de Peña Nieto que atentan contra la soberanía y el bien común de México. Las reformas son el sueño de Wall Street desde el inicio de las negociaciones del TLCAN y representan todo lo que no pudieron conseguir en la etapa inicial, empezando con la privatización de PEMEX.

Como se ha dicho, el tratado de libre comercio creó las nuevas condiciones para la inversión en el país, a pesar de que su nombre hiciera énfasis en el comercio. Con estas nuevas condiciones muy favorables, las transnacionales han comprado enormes extensiones de tierra, han tomado control de procesos productivos enteros, y con la más reciente expansión de las industrias extractivistas —sobre todo la minería y pronto la extracción de petróleo—, han logrado quedarse con concesiones de uso de suelo en todo el territorio nacional.

Los nuevos y posibles inversionistas y los gobiernos que promuevan las inversiones tenían un problema: ¿Cómo proteger las nuevas inversiones en México, no frente al narco, porque en 2006 el narco no presentaba una amenaza económica de mayor impacto a los empresarios, sino frente a la resistencia del pueblo? La primera respuesta fue el Acuerdo para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte. La segunda fue la militarización y creación de un estado policiaco en nombre de la guerra contra el narcotráfico con el apoyo fundamental de la Iniciativa Mérida.

Los profundos cambios en uso de suelo y control de rentas y recursos que implican las reformas estructurales y el TLCAN no han sido fáciles. En todo el territorio nacional, han encontrado resistencias. En cuanto se intensifican los cambios, crece la resistencia de pueblos indígenas que no quieren ser desplazados de sus tierras sagradas, de campesinos que quieren seguir siendo campesinos, de barrios que rechazan ser centros comerciales.

Los conflictos por territorios que ha generado el modelo de guerra contra el narcotráfico se presentan como pugnas entre bandas criminales pero esta explicación oculta un conflicto más profundo entre los intereses del pueblo mexicano plasmados en la Constitución y los intereses del gran capital (incluyendo los narcos). En Colombia, el desplazamiento por conflictos ha dado lugar a la invasión de inversionistas transnacionales a tierras indígenas y campesinas con megaproyectos de palma, minería, y otros. Honduras sigue el mismo camino bajo el gobierno heredero del golpe de estado y la ruptura institucional de 2009. En México la correlación entre la presencia de las fuerzas armadas y un alza en la violencia y la expulsión lleva a la conclusión de que hay lugares en que al estado le interesa propiciar la violencia y desplazamiento de la población local.

Hasta ahora el gobierno de EEUU ha enviado $2 mil millones de dólares en equipo, entrenamiento y servicios a México en la Iniciativa Mérida. El monto, no despreciable, es una manifestación de una modificación en la relación en que la seguridad de los intereses de EEUU es primordial y la intervención, aunque no militar, se ha profundizado en todos los niveles. Mientras el objetivo se ha presentado como el de fortalecer el estado de derecho y desmantelar al crimen organizado, los resultados han sido todo lo contrario.

La guerra contra el narco en México ha permitido un grado de intervención del gobierno de EEUU en los asuntos de seguridad nacional de México y en las vidas cotidianas de sus ciudadanos que no tiene precedente en la historia. El gobierno de Felipe Calderón, con tal de sostenerse, permitió la entrada de agencias de seguridad, de inteligencia, de espionaje, además de un número no conocido de empresas privadas de seguridad bajo contratos gubernamentales, estilo Blackwater.

Ahora las tendencias señalan una modificación del discurso de “la guerra contra las drogas”. En EEUU, la contradicción entre el discurso moralista de mano dura contra las drogas, y el fracaso, represión e hipocresía de las leyes prohibicionistas está logrando romper el consenso social en torno al modelo anti-narcóticos. Dos estados han legalizado la mariguana y 19 la permiten para uso medicinal. En países de América Latina el cuestionamiento al modelo militarizado de guerra contra las drogas se extiende en este contexto.

En respuesta, las autoridades, y de manera notable el Pentágono, han introducido términos como “narco-insurgencia” y “narco-terrorismo” para fortalecer el argumento a favor de las políticas represivas y la militarización en el continente. A pesar de que no existen evidencias de una amenaza terrorista internacional desde la región, se prepara un discurso para justificar la Doctrina Bush de hegemonía estadunidense en la región.

Se vive un momento de muchos peligros en el país. Hace falta información y más espacios para discutir y compartir. En esta emergencia nacional, el futuro del país está en juego, y este futuro es responsabilidad y patrimonio de la juventud. La guerra contra el narcotráfico es una guerra del sistema contra la gente joven; y en la disputa están los recursos de la nación y la vida misma.

Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas en la Ciudad de México. Este trabajo fue elaborado en el marco de la audiencia transtemática destruccion de la juventud del Tribunal Permanente de los Pueblos-Capítulo México.

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