La Iniciativa Mérida, como “Los muertos que vos matáis…”

La gran noticia del Washington Post en que el canciller Marcelo Ebrard dice que “La Iniciativa Mérida está muerta” no es ninguna noticia por varias razones, pero su repercusión en los medios mexicanos ofrece una buena oportunidad para reflexionar sobre qué pasa con la política nacional de seguridad. Además, sucede al mismo tiempo que una consulta popular que falló como táctica política, pero que acertadamente puso el énfasis en las víctimas, donde siempre debe estar.

La primera razón del porqué “la exclusiva” no fue noticia es que la declaración de Ebrard es, por lo menos, la quinta vez que el gobierno de AMLO ha declarado la muerte de la Iniciativa Mérida —muchas veces en voz del presidente. Y la segunda razón es que, en la práctica, como diría Mark Twain, ‘los reportes de su muerte son muy exagerados’.

Antes que nada, si la estrategia estadunidense que vergonzosamente ha sido el eje de la política nacional contra el crimen organizado ya no existe, a alguien se le olvidó avisar al gobierno de los Estados Unidos. Solo cinco días antes de las declaraciones de Ebrard, el presidente se reunió con cinco senadores para platicar sobre la reorientación de la política binacional de seguridad en el marco de… la Iniciativa Mérida. ¿Cómo reorientas a un muerto?

Según la prensa, el presidente mexicano habló de “abrir un nuevo capítulo”. El gobierno de Obama-Biden también abrió un nuevo capítulo, con Mérida 2, reorientando los gastos de equipo militar a programas antinarcóticos y capacitación la policía y jueces, y escondiendo el gasto militar en el presupuesto del Departamento de Defensa. No cambió la estrategia. Luego, Peña Nieto causó consternación momentánea con la “ventanilla única” en que todos los agentes estadunidenses tenían que registrarse en gobernación, pero tampoco cambió la estrategia. Y a pesar de los temores expresos del personal de la embajada de Trump, no ha cambiado la estrategia con la llegada de AMLO. La DEA sigue con su guion de ‘espía, busca, atrapa o mata’ y las agencias operan a sus anchas en el país.

Vale la pena preguntarnos: ¿qué tendría qué cambiar para realmente matar a la Iniciativa Mérida, que tantos frutos ha rendido para la hegemonía de EEUU y las empresas de defensa y tanta sangre ha costado al pueblo mexicano?

Tendría que ser mucho más profundo que un cambio de nombre o un nuevo capítulo. Después de 3 mil millones de dólares, el plan que empezó siendo un programa de tres años en el gobierno de Bush y fue extendido a “tiempo indefinido” por Hillary Clinton, ha sido un desastre.

La importación de la guerra contra las drogas de EEUU a México ha tenido ventajas para la clase política mexicana. Sin embargo, los mayores beneficios han sido para el vecino del norte. El Plan México, como el Plan Colombia, siempre han sido en realidad Plan Estados Unidos. Promueven las estrategias de seguridad nacional del Pentágono, es una forma de protección de sus inversiones y alimenta a sus industrias armamentistas. La militarización busca evitar levantamientos contra un modelo económico que genera desigualdades e injusticias.

La prueba está en los resultados. Más de dos décadas desde la implantación del Plan Colombia y años de entrenamiento de EEUU, Colombia es el país que más desigualdades sufre y que más mata a defensores de derechos humanos, ahora de manera escandalosa en el marco del paro nacional. En México, por otra parte, la tasa de homicidios se disparó y no baja. Van por lo menos 350,000 muertes y 84,000 personas desaparecidas.

¿Qué hace falta realmente para un cambio?

El modelo se basa en la hiper-criminalizacion de todas las fases del narcotráfico —producción, traslado, venta y consumo de sustancias prohibidas y de las personas que participan en ellas. Esto establece un mercado negro que funciona para inflar los precios de manera artificial en beneficio de los traficantes y sus cómplices en el gobierno y el sector privado, creando flujos financieros ilícitos que sirven para costear no solo el negocio de las drogas, sino los mercados financieros y todo tipo de actividades ilegales como el soborno, las operaciones ilegales de los gobiernos, hasta intervenciones ilegales en otros países. También implica la dehumanización de traficantes, vendedores y consumidores, justificando la violacion de sus derechos humanos y hasta su muerte, y cerrando la puerta a soluciones humanas como el tratamiento, la rehabilitación en casos de uso problemático y la reconversión de cultivos.

El primer paso, entonces, es la descriminalización de las drogas y de las actividades asociadas. Ya se ha dado un primer paso con la Ley Federal para la Regulación del Cannabis, pero faltan varios pasos más para ponerla en práctica. En Estados Unidos avanza rápidamente el caso de la mariguana, pero hasta ahora el gobierno de Biden, un promotor entusiasta de la guerra en EEUU como congresista y en nuestra región como vicepresidente, no ha tomado la bandera de regulación a nivel federal.

El segundo paso es garantizar un trato humano a las personas involucradas en el mercado subterráneo de las drogas (que debe desaparecer a largo plazo). Sin duda, hay asesinos entre ellos, que deben ser apartados de la sociedad para que no puedan seguir matando y desapareciendo gente, pero en gran parte se trata de los sectores más marginados –campesinos sin otras fuentes de ingresos, jóvenes sin oportunidades que trabajan en el narcomenudeo y como halcones, personas llamadas “mulas” que aceptan encargos para intentar resolver situaciones económicas apremiantes, como muchas mujeres que ahora languidecen en las cárceles con o sin sentencias, y consumidores con un uso problemático que necesita ser atendido. Son sectores con necesidades distintas que hay que analizar uno por uno y desarrollar soluciones a partir de diagnósticos. Algunos de los programas sociales dirigidos a ellos pueden ser una solución si no son meramente asistenciales y si se adecuan a las realidades que vive esta gente.

El tercer paso para transformar una estrategia altamente militarizada en una estrategia efectiva por la paz es, por supuesto, la desmilitarización. Es parte esencial de este modelo. Aunque en Estados Unidos está prohibido desplegar a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, la guerra contra las drogas inició la militarización de la policía como una medida, no tanto de control de las drogas, sino como de control social, bajo Nixon y Reagan y después también con los presidentes demócratas. En México, dado la corrupción rampante en las fuerzas policiacas, un débil sistema de justicia y la incapacidad del sistema penitenciario mexicano (y la economía) de absorber un incremento sustancial en la población encarcelada, en lugar de cárcel se dan las ejecuciones extrajudiciales y el permiso a los grupos criminales de matarse entre sí.

La militarización iniciada en el sexenio de Calderón como eje central de la guerra, ha seguido hasta la fecha. Ahora con el anuncio del presidente Andrés Manuel López Obrador que la Guardia Nacional se volverá parte del ejército, se deja al lado cualquier pretexto de ser una fuerza mixta y cae la simulación del mando civil. También se aleja cualquier posibilidad de cumplir con el compromiso de retirar a las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública en 2024, como fue estipulado en la reforma que la creó, o de cumplir con la recomendación de la Comisión Inter-Americana de Derechos Humanos en el Informe sobre seguridad ciudadana y derechos humanos de “Establecer en las normas de derecho interno una clara distinción entre las funciones de defensa nacional, a cargo de las fuerzas armadas, y de seguridad ciudadana, a cargo de las fuerzas policiales”, en que el organismo internacional volvió a insistir el año pasado.

Parece que la ciudadanía queda desprotegida, si ya no existe la Polícía Nacional y las policias estatales y municipales están muy lejos de haber eliminado las prácticas corruptas violatarias de derechos humanos, a pesar de los millones de inútiles dólares de la Iniciativa Mérida invertidos en esfuerzos supuestamente orientados a este fin.

La urgencia de poner fin no solo a la Iniciativa Mérida, que goza de cabal salud, sino también a toda la estrategia y la infraestructura de la guerra contra las drogas, no puede subestimarse. Apenas el 21 de julio, el gobierno anunció que, aunque los homicidios dolosos del primer semestre disminuyeron 3.5% respecto al año pasado, siguen subiendo en varias entidades. Los feminicidios, por otro lado, subieron a nivel nacional, lo cual ha sido una constante en este sexenio. Desde el feminismo, el vínculo entre el modelo militarizado y la violencia contra las mujeres es evidente: el uso de una institución patriarcal, con la lógica de la fuerza y ordenado por jerarquías masculinas, para resolver problemas de carácter social agrava el problema. Aún no sabemos cuando —o sí— los programas sociales de apoyos podrían empezar a disminuir la violencia, pero mientras caminen al lado de políticas de guerra, la respuesta más probable es que nunca.

El domingo las personas que fueron a las urnas, votaron por apoyar las demandas de verdad y justicia de las víctimas. Sin embargo, la demanda número uno de ellas es la no repetición. Si México está por iniciar, por fin, un cambio de verdad en la estrategia de seguridad,enhorabuena. Si este anuncio, como los anteriores, es simplemente una manera de marcar distancia retórica de EE.UU., sin trazar un camino completamente distinto y soberano, solo valió para vender periódicos —en los Estados Unidos.

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