Del Valle de Perote a Tar Heel

De cómo Smithfield Foods Combatió al Pueblo de Veracruz en México y en Carolina del Norte.

Por David Bacon

Algunas noches calurosas, los hijos de Fausto Limón despiertan vomitando a causa de la pestilencia. El hace subir a su esposa, dos hijos y una hija a su maltratada pick-up y se alejan de su granja hasta que pueden respirar el aire sin que les dé náuseas. Entonces Fausto se estaciona y se quedan todos a dormir el resto de la noche en la camioneta.

Hasta hace unos meses, la madre de Fausto les acompañaba. Luego sufrió una falla renal y se fue al hospital, en donde falleció. Limón y su familia padecieron males de los riñones durante tres años. El cuenta que estuvieron tomando medicinas hasta el día en que un doctor acabó por decirles que dejaran de tomar agua del pozo de su granja. Hace tres meses comenzaron a llevar y almacenar agua embotellada; en cuanto dejaron de beber agua del pozo, las infecciones desaparecieron.

A menos de un kilómetro de su casa se encuentra una de las muchas granjas porcícolas levantadas por Granjas Carroll de México (GCM) en el Valle del Cofre de Perote, una cuenca alta y árida -junto a la ladera del volcán- que se extiende por los estados mexicanos de Veracruz y Puebla. “Antes de que llegaran las granjas de cerdos, dijeron que traerían empleos”, recuerda Limón. “Pero luego descubrimos la realidad. Sí, hubo trabajos, pero también trajeron un montón de contaminación.”

David Torres, nativo del Valle de Perote que pasó ocho años trabajando en el área de maternidad de la empresa, estima que GCM tiene 80 complejos cada uno hasta con 20,000 marranos. Las naves o criaderos se aprecian limpios y modernos. “Cuando fui a trabajar allí, pude ver que la compañía estaba completamente mecanizada”, dice Torres.

Sin embargo, detrás de cada complejo se halla un enorme estanque, o laguna de oxidación, donde se deposita la orina y excrementos de los cerdos. En un paseo reciente por el valle, sólo una de varias docenas de lagunas estaba cubierta. “Granjas Carroll no instala concreto o geomembranas debajo de sus estanques,”, acusa Torres; “así que el manto freático se está contaminando. Aquí la gente obtiene su agua de pozos, que están rodeados de granjas porcícolas y lagunas de oxidación.”

En respuesta a un artículo publicado en agosto de 2011 en “Imagen de Veracruz”, Tito Tablada, director de relaciones públicas de GCM, declaró: “Granjas Carroll no contamina”. Amy Richards, Directora de Gerencia de Prestigio para Charleston/Orwig, contestó así a una encuesta como representante de Smithfield Foods: “Nuestros sistemas de tratamiento ambiental en México cumplen estrictamente con las reglas locales y federales, que son diferentes de las de la mayoría de otros países, que alientan el uso de desechos animales tratados a tasas agronómicas como un elemento clave de un plan de manejo de nutrientes. México fomenta, y exige, digestores anaerobios y lagunas de evaporación.” No obstante Rubén López, comisionado de suelos de Chichicuautla, un pueblo del valle rodeado de granjas porcícolas, también afirma que no existen geomembranas debajo de los estanques o lagunas.

Gran parte Granjas Carroll de México es propiedad de Carroll’s Farms, división de la empresa Smithfield Foods, con base en Virginia (E.U.), una de las mayores procesadoras de carne en el mundo. Los voceros de la empresa resaltan los 1,200 empleos que creó en un valle donde el trabajo escasea. Pero Limón replica que una tercera parte de los jóvenes emigra: “No ven futuro para ellos, y cada año es más duro vivir aquí.” Carolina Ramírez, que encabeza el departamento para la mujer de la Comisión de Derechos Humanos de Veracruz, afirma que ninguna agencia oficial lleva la cuenta, “pero estoy segura de que mucha gente se ha ido.”

Los migrantes que abandonan el valle engrosan una enorme oleada de migración desde Veracruz que data de comienzos de la década de 1990 –el inicio de la era del TLCAN. El Tratado de Libre Comercio para América del Norte entró en vigor el primero de enero de 1994, mismo año en que llegaron las granjas porcícolas, y dos años después de que Smithfield construyó el mayor matadero de cerdos del mundo en Tar Heel, Carolina del Norte en Estados Unidos. Ambas corporaciones han tenido un impacto descomunal sobre las vidas del pueblo de Veracruz.

Durante más de dos décadas, Smithfield ha aprovechado el TLCAN y las fuerzas que éste desencadenó, para convertirse en una de las mayores porcicultores, procesadoras de carne y exportadoras de cerdos y productos de carne puerco. Pero las condiciones que creó en Veracruz para lograr grandes utilidades como uno de los mayores porcicultores de México también hundieron a miles de veracruzanos en la pobreza.

“En mi pueblo, Las Choapas, luego de matar un cerdo yo lo tasajeaba para vender la carne”, recuerda Roberto Ortega. “Hice todo lo que pude para hacer dinero, pero nunca pude ganar lo suficiente para sobrevivir todos.” A la larga, Ortega se marchó a Estados Unidos, donde volvió a matar cerdos para vivir, sólo que esta vez, como trabajador de la planta de Smithfield en Tar Heel.

Carolina del Norte se volvió el destino número uno para los campesinos desplazados de Veracruz. Muchos consiguieron trabajo en el matadero de Tar Heel, colaborando al margen de utilidades de Smithfield trabajando por bajos salarios en sus líneas de procesamiento de carne. Algunos, como Ortega, ayudaron a dirigir la lucha de 16 años que logró llevar allí al sindicato. El precio pagado fue alto: reafirmar sus derechos los convirtió en blanco de estrictas medidas antiinmigración y una ola creciente de hostilidad contra los mexicanos en el sur de Estados Unidos.

La experiencia tanto de los emigrantes de Veracruz y de los campesinos veracruzanos tan afectados por las granjas porcícolas en el Valle de Perote demuestran la íntima relación entre las inversiones y tratos comerciales estadounidenses en México, y el desplazamiento y la emigración de sus pueblos. La protección de la ecología en México, y los derechos de los inmigrantes desplazados por causas económicas y ambientales, exige establecer la conexión entre la reforma comercial, la protección a la ecología y los derechos laborales y de los inmigrantes.

Smithfield viaja a México

En 1994, Carroll’s Farms, gigantesca empresa criadora de cerdos, entró en sociedad con una compañía agroindustrial mexicana, Agroindustrias Unidas de México, S.A. de C.V., dando origen a Granjas Carroll de México. Juntas establecieron la enorme granja porcícola en el Valle de Perote. Carroll’s Farms estuvo asociada durante muchos años con Smithfield Foods, la productora de carne de puerco más grande del mundo, lo que incluía un lugar en el consejo de administración de Smithfield. En 1999 Smithfield, que hoy controla el 27% de toda la producción de puerco en Estados Unidos, compró al fin Carroll’s Farm en su totalidad.

En 2004 la expansión de los criaderos porcinos en el transcurso de los diez años anteriores provocó un movimiento social que se extendió por todo el Valle de Perote. La Coalición de Pueblos Unidos, formada por campesinos locales, se inició en Xaltepec, donde los habitantes, como protesta, comenzaron a juntar firmas en una petición. Verónica Hernández era profesora en la escuela secundaria de La Gloria, el pueblo del Valle de Perote donde había nacido. Ya estaba preocupada por sus estudiantes, que le contaban que llegar a la escuela en autobús era como viajar dentro de un excusado. “Algunos se desmayaban o les daban dolores decabeza”, acusa. “Por la mañana a la hora del almuerzo muchos no podían comer porque todavía sentían ascos.”

Hernández no se limitó a firmar la petición, sino que empezó a escribir volantes instando a los habitantes del valle a participar. “Dijimos que no se estaba tratando el excremento de cerdo de manera higiénica”, recuerda, “que dejaban cerdos muertos al aire libre, lo que atraía moscas, y las moscas eran una fuente potencialmente peligrosa de enfermedades.”

La falta de respuesta de los funcionarios oficiales aumentó la ira entre los granjeros. El 26 de abril de 2005, cientos de ellos bloquearon la carretera principal de Xalapa, la capital de Veracruz, a Puebla. Gente de dieciséis pueblos se enfrentaron a la policía, y levantaron el bloqueo sólo cuando los funcionarios prometieron hablar con la administración de Granjas Carroll.

No hubo resultado alguno. En noviembre, una brigada de obreros que iba a construir otra nave con laguna de oxidación en Chichicuautla, se encontró con mil granjeros enfurecidos. La policía rescató a los obreros, pero al regresar al sitio, los granjeros habían desaparecido con todos los materiales de construcción. Por fin, en una reunión en 2007 entre los presidentes municipales de muchos pueblos del valle y funcionarios de la empresa, Tito Tablada de GCM firmó un convenio para bloquear cualquier nueva expansión.

No obstante fue claro que las protestas preocuparon a la compañía. Aquel año Granjas Carroll demandó penalmente a Hernández y otros 13 dirigentes ante los tribunales tanto de Veracruz como de Puebla, bajo cargos de “difamar” a la empresa acusándola de contaminación.

En Veracruz los cargos fueron desechados rápidamente cuando un juez convino en que los activistas estaban ejerciendo su libertad de expresión; pero los 14 activistas pasaron los dos años siguientes registrándose cada quince días en el tribunal de Cholula, Puebla, para no ser encarcelados.

Aunque los últimos cargos también acabaron siendo desechados, sí asustaron a los granjeros y el movimiento de protesta disminuyó. Entonces, a principios de 2009, se diagnosticó el primer caso confirmado de fiebre porcina causada por el virus AH1N1 en el niño de ocho años Edgar Hernández, de La Gloria. Dos niños pequeños, el nieto de Ernesto Apolinar y el hijo de María Hernández murieron de lo que se diagnosticó como neumonía.

Camionetas de la dirección local de salud comenzaron a rociar plaguicida en las calles para matar a las omnipresentes moscas. Trabajadores de salud con rociadores de insecticida a la espalda visitaron casa por casa. Sin embargo el virus se extendió a la Ciudad de México y de ahí a California. Para mayo de 2009 se habían reportado dos casos de enfermos en Estados Unidos mientras en México 45 personas habían muerto. Las escuelas mexicanas cerraron y eventos públicos fueron cancelados.

Smithfield negó que el virus proviniese de sus cerdos veracruzanos; funcionarios mexicanos prontamente la respaldaron. Según declaración del gobierno, “Ni en la granja ni en los hogares vimos cerdos o gente enfermos, y tampoco vimos signo alguno de enfermedades respiratorias.” En una nota al periódico “Imagen de Veracruz”, Tablada aseveró que “Nuestra empresa ha quedado liberada de cualquier relación con el virus AH1N1”, y “la posición oficial de la Secretaría de Salud y la Organización Mundial de la Salud no deja lugar a dudas.”

Las compañías procesadoras de carne respiraron con alivio ante la exoneración de Smithfield. La página web (de E.U.) National Hog Farmer reportó que el temor al virus llevó a pérdidas de 8,400 millones de dólares diarios durante las primeras dos semanas de la alerta mundial.

Solamente que en el Valle, se acuerda Limón, “nadie se lo creyó”. “Todos sabíamos que una concentración de animales tan brutal podía desembocar en enfermedades. Pero teníamos que seguir viviendo aquí.” Laura Carlsen, periodista y directora del Programa de las Américas con sede en la Ciudad de México, advirtió que “la centralización de inversión extranjera en la economía mexicana crea un clima en donde las trasnacionales con grandes inversiones pueden ejercer un poder coercitivo sobre los órganos gubernamentales a todos los niveles.”

En agosto de 2011 representantes de GCM convencieron al presidente municipal de Guadalupe Victoria, la localidad de Puebla adyacente al Valle de Perote, de conceder su permiso para construir nuevas granjas porcícolas. De acuerdo con Abigail Marín, abogada de Pueblos Unidos, La Directora General de Gobierno de Puebla, Laura Escobar, advirtió a los granjeros que no interfirieran. Aun así, representantes de dieciocho concejos municipales firmaron una denuncia de los nuevos planes de expansión. Refiriéndose al convenio celebrado en 2007, declararon que “las autoridades estatales y municipales están tratando de ignorar y suplantar la voluntad de las mayorías de nuestras comunidades… al grado de amenazar con usar la fuerza pública (los granaderos) para que la empresa pueda continuar expandiéndose, contra nuestra voluntad.”

“No les sirve de nada amenazar con matarnos,” dijo un campesino. “De todos modos ya nos estamos muriendo. No vamos a dejarles construir ni un criadero más. Lo que de verdad queremos es que GCM se salga del valle.”

El TLCAN incrementa la exportación de puerco y la contaminación

Para 2008 la planta en Perote ya enviaba anualmente cerca de un millón de cerdos al matadero –85% en la Ciudad de México y el resto a los estados mexicanos circundantes. Por su localización en las montañas sobre el Puerto de Veracruz –el puerto más grande de México-, podía transportarse por tren maíz importado, es decir, dos tercios del costo de la crianza de puercos. Los porcicultores estadounidenses se benefician de soya y maíz –los elementos clave del alimento animal- por precios debajo del costo, subsidiados por leyes agropecuarias aprobadas por el Congreso. “Después del TLCAN”, comenta Timothy Wise, del Instituto de Desarrollo y Ambiente Global de la Universidad de Tufts, “el precio del maíz se fijó en 19% de su costo de producción.” Los menores costos del alimento animal, fuera del alcance de los porcicultores mexicanos, dieron a los cerdos de GCM la ventaja competitiva.

Pero Smithfield no sólo importaba alimento para cerdo. También importaba la carne de cerdo.
De acuerdo con Alejandro Ramírez, Director General de la Confederación de Porcicultores Mexicanos, en 1995, cuando el TLCAN entró en vigor, México importaba 30,000 toneladas de carne de puerco. En 2010 las importaciones de carne de puerco, casi toda ella de Estados Unidos, había crecido más de 25 veces, a 811,000 toneladas. En consecuencia los precios de la carne de puerco pagados a porcicultores mexicanos cayeron 56%. Las exportaciones de carne de cerdo son dominadas por las mayores empresas. Wise calcula que el interés de Smithfield supera significativamente su porción del 27% de la producción en Estados Unidos.

Las importaciones afectaron dramáticamente los empleos en México. “Perdimos 4,000 granjas porcícolas”, estima Alejandro Ramírez. “En las granjas mexicanas, cada 100 animales producen 5 empleos, así que perdimos 20,000 empleos de granja directamente por las importaciones. Contando 5 empleos indirectos que dependen de cada empleo directo, perdimos en total más de 120,000 empleos. El resultado es la migración a Estados Unidos o a ciudades mexicanas –un gran problema para nuestro país.”

Las importaciones de maíz también subieron, de 2,014,000 toneladas a 10,330,000 de 1992 a 2008. Una vez que las importaciones sacaron a los porcicultores y agricultores de maíz del mercado, la economía mexicana quedó vulnerable a los cambios de precio dictados por la agroindustria o las políticas estadounidenses. “Cuando Estados Unidos modificó su política relativa al maíz para alentar la producción de etanol, los precios del maíz subieron 100% en un año.”

“Para los pequeños granjeros la maldición fue doble”, explica Wise. “Por una parte, sus competidores estaban importando carne de cerdo. Por la otra, estaban logrando puercos más baratos.” Smithfield era a la vez productora e importadora. Wise estima que tan sólo esta corporación abastece el 25% de toda la carne de puerco que se vende en México.

GCM gozaba de otra ventaja. El diario de negocios en línea The Mexican News explica que “el costo de producción es muy bajo por la elevada proporción de animales en relación con los trabajadores… La preparación del alimento y la alimentación de los cerdos están totalmente automatizadas, como también lo están el control de la temperatura y la eliminación del excremento.”

Pero a decir de David Torres, los trabajadores no son empleados directos de Granjas Carroll. “Como nos emplea un subcontratista, no tenemos derecho a reparto de utilidades ni a prestaciones de la empresa. Granjas Carroll logró millones de dólares en utilidades, pero jamás distribuyó una parte de ellas a los trabajadores (su derecho conforme a la Ley Federal del Trabajo Mexicana).” Torres recibía quincenalmente $1,250 pesos (US$110), y cuenta que la empresa lo recogía a las 6 de cada mañana y lo regresaba a su casa a las 5:30 cada noche, a menudo seis días a la semana. En el Valle de Perote, la empresa invertía en un área en donde no tendría que enfrentar los costos de limpieza ecológica a que estaba obligada en Estados Unidos.

En 1997 la Juez federal Rebecca Smith impuso a Smithfield la mayor multa federal por contaminación hasta esa fecha -$12,600 millones de dólares- por arrojar excremento de puerco al río Pagan, que desemboca en la Bahía de Chesapeake. Smithfield tuvo que modernizar las instalaciones de tratamiento de aguas locales para que pudieran manejar los desechos de dos plantas.

Aquel año el estado de Carolina del Norte fue más allá y aprobó una moratoria a la creación de cualesquiera nuevas lagunas de oxidación al aire libre para desechos de cerdos, a menos que fueran construidas con una tecnología de eliminación de desechos nueva y cara. Smithfield tuvo que dar su acuerdo a un límite de producción en su planta en Tar Heel. Los grupos ecologistas pedían límites todavía más estrictos.

En 1998 la Agencia de Protección Ambiental estadounidense también propuso reglas para la eliminación de desechos animales; y en 2000, el entonces Procurador General Mike Easley obligó a Smithfield a financiar investigaciones de la Universidad de Carolina del Norte para desarrollar métodos de tratamiento de desechos porcinos más eficaces que las lagunas abiertas. Estos requisitos encontraron la crítica de Earl Bell, presidente del Consejo Porcícola de Carolina del Norte (North Carolina Pork Council) quien reclamó que “más reglas hacen que el costo de producción se eleve… [y] perjudicarán la capacidad de exportación de carne de puerco de Estados Unidos.”

No puede llamarse a Carolina del Norte un estado que guste de reglamentaciones, pero el clamor de las comunidades que soportaban la pestilencia y las moscas de las lagunas fue tan descomunal que los cabilderos del negocio retrocedieron. En 2007, cuando el entonces gobernador Mike Easley firmó la Ley SB1465, que prohíbe permanentemente las lagunas nuevas, el Consejo lo apoyó.
En el Valle de Perote Smithfield no tenía que preocuparse por normas o leyes norteamericanas.

El TLCAN incluyó un convenio anexo supuestamente para mejorar las normas ecológicas mexicanas y aumentar su cumplimiento; pero nunca se ha recurrido a demanda o acción legal alguna contra o con respecto a las granjas porcícolas. “La empresa puede hacer aquí lo que no puede hacer en su tierra”, concluyó amargamente Carolina Ramírez.

Migrantes de Veracruz llegan a Estados Unidos

Para cuando tuvo lugar la epidemia de gripe porcina, la migración desde Veracruz hacia los Estados Unidos ya contaba con dos décadas de historia. En el año 2010, según datos del Instituto Tecnológico de Monterrey, 53 millones de mexicanos, la mitad de la población del país, vivían en la pobreza. De ellos, alrededor del 20% se encontraban en la extrema pobreza, casi todos en zonas rurales.

Las importaciones de cerdo y maíz eran parte de una serie de cambios económicos provocados por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) y la incorporación de medidas neoliberales en la economía mexicana, tales como poner fin a la reforma agraria, en ese mismo periodo. Compañías como Smithfield se beneficiaron, mientras que la pobreza aumentó, sobre todo en el campo.

El Banco Mundial, en un estudio realizado para el Gobierno mexicano en el año 2005, halló que la extrema pobreza en el ámbito rural, que entre los años 1992 y 1994, anteriores a la firma del tratado, alcanzaba el 35%, se había disparado hasta el 55% en el periodo 1996-1998, después de que el tratado fuera ratificado, justo cuando Ortega dejó México. El estudio indicaba que esto podría explicarse “principalmente por la crisis económica de 1995, la escasa producción agrícola, el estancamiento de los salarios rurales y la depreciación de los productos agrícolas”.

A su vez, el aumento de la pobreza espoleó la migración. En 1990 4,5 millones de personas nacidas en México vivían en los Estados Unidos. Una década más tarde esa población creció más del doble, hasta los 9,75 millones de personas, y en el año 2008 alcanzó los 12,67 millones. Alrededor del 11% de todos los mexicanos viven hoy en los Estados Unidos. De ellos, unos 5,7 millones fueron capaces de conseguir algún tipo de visado, pero hubo otros 7 millones que entraron en el país sin papeles.

Tratándose de un estado agrícola, Veracruz sufrió el abandono de dos importantes políticas por parte del Estado mexicano. En primer lugar, las reformas neoliberales acabaron con Tabacos Mexicanos (TABAMEX), la empresa nacional que ofrecía apoyo a los pequeños productores de tabaco. Un programa similar para los pequeños productores de café terminó justo cuando los precios internacionales de este producto se desplomaron. En segundo lugar, a finales de los años ochenta, Carlos Salinas de Gortari, el presidente más corrupto del país, introdujo cambios en el Artículo 27 de la Constitución que condujeron al desmantelamiento de la reforma agraria y posibilitaron la privatización de los ejidos o tierras comunitarias.

Oleadas de pequeños productores de tabaco y café vendieron sus tierras porque ya no podían vivir de ellas. Muchos se convirtieron en trabajadores migrantes. Mientras tanto, Granjas Carroll no solo pudo comprar la tierra que necesitaba para sus granjas de cerdos sino que dispuso además de mano de obra campesina desplazada para cuidarlos.

Cambios simultáneos en los Estados Unidos también aceleraron la migración. En 1986, el Congreso aprobó la Ley de Reforma y Control de la Inmigración (IRCA, por sus siglas en inglés), que establecía la categoría de visa H2-A. Los empresarios agrícolas estadounidenses pudieron entonces contratar a trabajadores procedentes de México y otros países, concediéndoles visas temporales vinculadas a contratos de empleo. Los productores de Carolina del Norte aprovecharon al máximo este programa, sobre todo a través de la Asociación de Productores de Carolina del Norte. Los pequeños productores de tabaco desplazados de Veracruz se convirtieron así en trabajadores de la industria tabacalera en la región de las Carolinas.

“Muchos veracruzanos vinimos porque se nos ofreció trabajo en los campos de tabaco, donde nosotros teníamos experiencia”, recuerda Miguel Huerta. “Entonces los que habían sido contratados se quedaron porque no tenían nada en México para regresar. Después de la cosecha del tabaco los trabajadores se colocaron en otros sectores.”

A medida que aumentaba la masa de veracruzanos en Carolina del Norte, nuevos migrantes como David Ceja se fueron sumando. Tenía dieciocho años y vivía de un rancho a las afueras de Martínez de la Torre, a dos horas del Valle de Perote.

Ceja se acuerda de que, cuando era pequeño, su familia tenía diez vacas, unos cuantos cerdos y pollos. Ya entonces, él tenía que trabajar y a veces pasaban hambre. “Pero podíamos ofrecer leche a quienes venían a pedírnosla. Había gente que estaba incluso peor que nosotros,” recuerda. “A veces lo que se pagaba por un cerdo alcanzaba para comprar lo que necesitábamos, pero luego ya no. Los precios del ganado siempre estaban bajando. Después de la crisis no pudimos pagar la luz y tuvimos que usar velas. Todo el mundo estaba pasándolo mal casi todo el tiempo.”

Su familia no tenía dinero para plantar árboles o cultivar, y a veces pasaban hambre. “En realidad yo no quería marcharme, pero sentí que tenía que hacerlo,” recuerda. “Estaba asustado, pero nuestra necesidad era demasiado grande.”

En 1999 sus padres vendieron cuatro vacas y dos hectáreas de tierra y obtuvieron lo suficiente para que pudiera viajar hasta la frontera. Desde allí un coyote lo cruzó por 1.200 dólares. Cuando llegó al otro lado todavía debía dinero del pasaje. “Durante tres meses no pude encontrar trabajo. Estaba desesperado,” cuenta. Temía las consecuencias si no podía pagar y aceptó cualquier empleo que se ofrecía en la calle hasta que finalmente llegó a Carolina del Norte. Allí encontró amigos, consiguió la documentación que necesitaba para un verdadero empleo y se puso a trabajar para Smithfield en la planta empacadora de Tar Heel. “Los chicos con los que jugaba cuando era niño están todos en los Estados Unidos,” añade. “Vería a muchos de ellos trabajando en la planta.”

Guadalupe González, de Las Choapas, sí sabía donde iba: a Lumberton, la ciudad más cercana a Tar Heel. Viajó en autobús hasta Naco, Sonora, en la frontera. Allí durmió en el suelo de una chabola, comiendo una vez al día hasta que el coyote estuvo preparado para cruzar a su grupo. Los llevó a través de un barranco por el que corrían aguas residuales de una alcantarilla. “Nos arrastramos a gatas uno detrás de otro,” se acuerda. “Avanzamos lentamente en medio de la oscuridad más absoluta y el agua sucia y maloliente. Le pedí a mi santo que me sacara viva de allí. Pero tenía tanta necesidad de venir que no me detendría.”

Una furgoneta la esperaba en el otro lado y la llevó hasta Phoenix, donde consiguió un vuelo hasta Carolina del Norte. “Llegué un sábado, fui a misa el domingo y a trabajar el lunes,” refiere. “Con el primer dinero que gané compré un santo y lo coloqué en la iglesia.” Sus familiares la ayudaron a conseguir una tarjeta de la Seguridad Social y con ella, un trabajo en Smithfield.

Roberto Ortega recuerda que había cientos de personas procedentes de Veracruz en la planta de Tar Heel cuando él trabajó allí a finales de los años 90 y principios de la década siguiente. Celebraban reuniones comunitarias, comían marisco y tocaban el famoso son jorocho de su estado con harpas y guitarras. “Casi toda la ciudad [Las Choapas] está aquí,” explica. “Algunos son supervisores y capataces, y traen gente de allá.”

Como académica en los noventa, Carolina Ramírez estudió la migración a Carolina del Norte antes de ocupar su puesto en la comisión de los derechos humanos. Observó que la contratación de mano de obra era un factor importante. “Había reclutadores en muchas ciudades de Veracruz,” recuerda. “Había incluso furgonetas estacionadas en diferentes lugares y existía todo un entramado a través del cual se prometía a la gente trabajo en las plantas empacadoras. Era un secreto a voces.”

La portavoz de Smithfield, Amy Richards, responde, “con una excepción [un programa de capacitación administrativa], Smithfield Foods no viaja a, ni se anuncia en otros países o fuera de nuestras comunidades locales con el fin de reclutar personal para nuestras diversas instalaciones de todo el país.”

“Estas compañías son muy poderosas y pueden hacer lo que quieran. Contratan legal e ilegalmente,” denuncia Miguel Huerta. “Pueden ir a México y traerse tantos empelados como quieran y reemplazarlos cuando deseen.” La pobreza, no obstante, es el verdadero reclutador. Ella crea, tal y como lo expone Ceja, la necesidad. “Todos nosotros tuvimos que dejar Veracruz por ella,” recalca. “De otro modo no haríamos algo tan duro.”

La campaña sindical en Tar Heel

En el matadero de Tar Heel se matan y despiezan 32.000 cerdos al día. El empacado de carne es un trabajo agotador y peligroso. Hay una persona al lado de otra despiezando los animales que pasan a toda velocidad. Los trabajadores, con sus delantales blancos, redecillas y mascarillas, utilizan cuchillos muy afilados, cortando carne, tendones y hueso en un mismo movimiento, cientos de veces cada hora.

Los primeros trabajadores de la planta fueron principalmente afroamericanos. Desde que abrió en 1992, hubo muchas objeciones a la alta velocidad de la cadena y al creciente número de lesiones que provocaba. Incluso en Carolina del Norte, donde la afiliación sindical y los sueldos son bajos, la remuneración en Smithfield fue problemática tanto para los trabajadores como para la empresa. Era difícil atraer trabajadores locales, especialmente con la notoria reputación de accidentes laborales. Una vez que firmaban el contrato, muchos pedían más dinero por realizar un trabajo tan agotador y peligroso.

Casi al mismo tiempo que se puso en marcha la cadena, la Unión Internacional de Trabajadores de la Industria de Alimentos y de Establecimientos Comerciales (UFCW, por sus siglas en inglés) comenzó a ayudar a los empleados a formar un sindicato. Lo que siguió fue una de las luchas más largas y duras de la historia laboral moderna de los Estados Unidos.

En 1994 y 1997, la UFCW perdió dos elecciones sindicales, ambas anuladas después por las prácticas intimidatorias de la empresa. En 1997, el jefe de seguridad de la planta, Danny Priest (posteriormente uno de los directores generales de Smithfield) les dijo a los sheriffs locales que esperaba que hubiese violencia el día de las elecciones. La policía antidisturbios se alineó a ambos lados de la entrada al matadero y los trabajadores tuvieron que desfilar delante de ellos para poder votar. Al finalizar el recuento, el organizador sindical Ray Shawn recibió una paliza en el interior de la planta.

Luego Priest y los otros guardias de seguridad se quedaron a cargo y mantuvieron una zona de retención en un remolque dentro de la propiedad, al que los trabajadores denominaron la cárcel de la compañía. Durante la campaña, una pareja fue “arrestada” cuando las fuerzas de seguridad descubrieron un par de guantes quemándose en un cubo de basura. “Nos llevaron a una cárcel que tenía la compañía,” recuerda uno, y luego fueron conducidos a la prisión del condado. “Fue para intimidarnos pues ambos participábamos activamente para sindicalizar la planta. Querían deshacerse de nosotros.”

A mediados de los años 90 empezó a aumentar el porcentaje de inmigrantes en el matadero. Como nuevos migrantes, la gente de Veracruz estaba desesperada y hambrienta. La mayoría no tenía papeles. Keith Ludlum, uno de los pocos trabajadores blancos de la planta, despedido en 1994 por su actividad sindical, señala, “[c]uando Smithfield agotó la mano de obra local, se empezó a ver a muchos más inmigrantes trabajando en la planta. La empresa se encargó. Pensaron, los indocumentados trabajarán por poco dinero, trabajarán duro y no se quejarán.”

Carolina Ramírez describe a los inmigrantes veracruzanos como “dóciles al principio, porque no tenían experiencia.” Para los empleadores, explica, “estas personas eran una mano de obra segura. No entendían sus derechos ni cómo funcionaba el sistema aquí. Pero captaron el mensaje, nada de sindicarse. No piensan por ustedes mismos. Si cumplen, tienen el puesto asegurado. Trabajarían rápido por temor a perder el empleo porque no había alternativa.”

En 2004, Nilsa Morales, originaria de Veracruz, se escurrió y se cayó sobre el suelo grasiento, torciéndose un brazo y el hombro que ya tenía lastimados por haber estado utilizando un cuchillo eléctrico todos los días. El médico de la empresa la obligó a regresar al trabajo, una queja común. “Continué trabajando a pesar del dolor,” recuerda, “porque necesitaba el dinero. Otras personas dependían de mí. Pero llegó un momento en el que no pude soportar más el dolor.” Dejó su trabajo, y la compañía anuló su seguro. “Mucho trabajadores aguantan el dolor y siguen trabajando. No dicen nada porque temen ser despedidos.”

“Te presionaban para que trabajaras más rápido y produjeras más,” se acordaba Ortega. “Te daban ganas de acuchillar al capataz. Muchos querían tirar sus cuchillos a sus pies y marcharse. Pero si tienes que sostener a tu familia aguantas lo que sea. ‘No voy a abandonar mi trabajo”, te dices a ti mismo, ‘¿quién me pagará si no?’”

Al final la gente no pudo soportarlo. A principios del nuevo siglo la UFCW envió un nuevo grupo de organizadores, que empezaron a ayudar a los trabajadores a encontrar la manera de ralentizar la cadena. Establecieron un centro de trabajadores en Red Springs que ofrecía clases de inglés al terminar la jornada. Cuando Ortega fue despedido comenzó a visitar a otros empleados.

En el año 2003 el personal de limpieza del turno de noche se negó a trabajar, impidiendo que la cadena se pusiese en funcionamiento a la mañana siguiente. Un año después, David Ceja colaboró para organizar un nuevo paro.

Para el año 2006, los trabajadores mexicanos conformaban alrededor del 60% de los 5.000 empleados que tenía la planta. En abril, a medida que las protestas y las manifestaciones de inmigrantes fueron extendiéndose por el país, cientos dejaron la planta y se manifestaron en las calles de Wilmington. El primero de mayo sólo un reducido grupo de empleados se presentó a trabajar.

Aquella primavera Smithfiled se enroló en el programa IMAGE del Departamento de Seguridad Nacional, mediante el cual el Gobierno identifica a los trabajadores indocumentados y los empleadores acuerdan despedirlos. El programa hace valer una disposición de la Ley de Control y Reforma de la Inmigración de 1986, sanciones a los empleadores, la cual prohíbe a éstos contratar a trabajadores indocumentados. La portavoz de Smithfiled Amy Richards manifiesta, “[h]acemos todo lo que exige la ley y más para asegurar que nuestra plantilla está autorizada a trabajar en los Estados Unidos. Además de cumplir con lo estipulado en el Formulario I-9, todas nuestras plantas son miembros de E-Verify.”

En octubre, Smithfield anunció que pretendía despedir a más de 300 trabajadores, alegando que tenían números de la Seguridad Social incorrectos, presuntamente por tratarse de personas indocumentadas. Cientos de empleados fueron a la huelga cuando comenzaron los ceses, forzando a la empresa a revocar estos temporalmente.

Después de doce años de batalla legal, la compañía había sido obligada a readmitir a Ludlum unos meses antes. “Fue realmente enriquecedor ver a todos esos trabajadores resistir juntos,” se acuerda, “probablemente una de las mejores experiencias de mi vida.” También tuvo efecto entre los trabajadores afroamericanos. Recogieron 4.000 firmas para solicitar a la empresa que les diera un día libre el día que se conmemora el nacimiento Martin Luther King Jr. Cuando la dirección se opuso, 400 trabajadores negros de la cadena de sacrificio no hicieron su trabajo. Sin cerdos en los ganchos al comienzo de las cadenas nadie más podía trabajar. La planta volvió a cerrar.

Nueve días más tarde, agentes de la Oficina de Migración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos detuvieron a 21 trabajadores de Smithfield para deportarlos e interrogó a cientos más en el comedor. El miedo era tan grande que la mayoría de los inmigrantes no se presentaron a trabajar al día siguiente. Unos pocos meses después tuvo lugar otra redada. Algunos de los trabajadores detenidos fueron acusados de graves delitos federales por utilizar números incorrectos de la Seguridad Social.

Mientras tanto, agentes del ICE hicieron redadas en las comunidades mexicanas arrestando a gente en sus casas y en la calle. Ludlum y el organizador sindical Eduardo Peña siguieron a los agentes del ICE con cámaras de video, pero no pudieron frenar el terror engendrado por las redadas. Ludlum, Peña y otros activistas sindicales creen que la compañía colaboraba con el programa IMAGE y el control de la inmigración porque los veracruzanos ya no les servían. “La plantilla oculta reclamaba derechos, reclamaba ser parte de la comunidad,” señala Ludlum. “Eso no era lo que ellos querían. Ellos querían un personal que se estuviera callado e hiciera lo que se le mandaba.”

Terry Slaughter, un delegado sindical afroamericano, lo denomina “una táctica de Smithfield, un golpe bajo sucio. La empresa sabía a quien estaba contratando.”

Al final la mano de obra inmigrante se redujo a la mitad a medida que se fueron marchando. La afiliación sindical se estancó. Pero entonces, liderados por Slaughter, trabajadores afroamericanos volvieron a detener la planta una vez más permaneciendo todo el día sentados en el suelo del matadero. Se pusieron pegatinas del sindicato en el casco y empezaron a recoger firmas exigiendo el reconocimiento del sindicato. Gracias al amplio apoyo comunitario y los pleitos inminentes, la compañía accedió a celebrar elecciones prohibiendo sus viejas tácticas de intimidación. Cuando concluyó el recuento de votos el 11 de diciembre de 2008 el sindicato había ganado. Hoy Ludlum es el presidente del sindicato UFCW Local 2208 y Slaughter el secretario-tesorero.

Una veracruzana, Carmen Izquierdo, es miembro del comité ejecutivo del sindicato. “En el sindicato no importa si estás indocumentado, si tienes papeles o no,” dice. “Todos debemos ser respetados porque todos somos seres humanos y por nuestro trabajo. Todos los trabajadores aquí, tengan o no papeles, tienen derechos.”

Ludlum y Slaughter cuentan que ahora la velocidad de la cadena es menor, y que los trabajadores pueden rotar de un puesto a otro, lo que reduce las lesiones. Ya no temen que los médicos de la empresa los manden de vuelta al trabajo si se han accidentado. David Ceja sintió que el sindicato proporcionó a los trabajadores una herramienta para cambiar sus condiciones. “Estoy contento de que entrara. Trabajamos duro para conseguirlo.”

Pero él no está allí para disfrutarlo, ya que ahora trabaja como mecánico en un taller local. Su banda toca en bodas y fiestas de quince, y su hermano Marcos quiere que regrese a Veracruz, donde la familia utilizó el dinero que David les envió cuando trabajaba en Smithfield para plantar árboles frutales en su rancho. Guadalupe González se marchó cuando su documento de la Seguridad Social también fue puesto en duda. Dos de sus hijos tienen títulos universitarios y ella continúa ayudando a los otros dos que están terminando la escuela. Pero no ha podido ir jamás a verlos en los once años que hace que se fue. “Hablamos por teléfono. En vacaciones me siento muy sola,” dice. Roberto Ortega y su esposa María dejaron Carolina del Norte cuando creció la hostilidad hacia los inmigrantes y no lograron encontrar trabajo.

Juvencio Rocha, director de la Red de veracruzanos en Carolina del Norte, comenta con amargura que “después de haber contribuido a la economía no nos querían más aquí. Incluso nos quitaron los permisos de conducir.”

Necesidad de cambio a ambos lados de la frontera

Smithfield no inventó el sistema de desplazamiento y migración. Se aprovechó de las políticas de comercio e inmigración de los Estados Unidos. Y en momentos determinantes de cada país, halló gobiernos colaboracionistas deseosos de forzar la legislación y las políticas existentes en su propio beneficio.

Los granjeros del Valle de Perote lograron detener momentáneamente la expansión de granjas de cerdos y los emigrantes veracruzanos contribuyeron a crear un sindicato en Tar Heel. Pero no había equilibrio de poder en este sistema. Hoy aquellos granjeros y emigrantes continúan enfrentándose a esta falta de equilibrio cuando intentan defender sus tierras, sus trabajos y sus derechos. Exigen cambios en las normativas y las políticas que contribuyen a ese desequilibrio a ambos lados de la frontera.

“Desde el principio NAFTA fue un instrumento de desplazamiento”, señala Juan Manuel Sandoval, profesor del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México D.F., y cofundador de la Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio. “La entrada de capital llevó a la destrucción de la economía tradicional, especialmente en la agricultura, y produjo una enorme reserva de mano de obra en México. La gente no tenía otra alternativa que emigrar. El sistema ayuda a las corporaciones a ganar dinero, que trasladan a los Estados Unidos. Y produce desplazados, necesarios para reactivar la economía estadounidense.”

Sandoval ve que muchas industrias estadounidenses dependen hoy de este ejército de mano de obra disponible. “El empacado de carne depende sobre todo de un flujo constante de trabajadores,” explica, “debido a un sistema intensivo de producción y a la elevada tasa de lesiones. México se ha convertido en su reserva de mano de obra.”

De acuerdo a Tim Wise y Betsy Rakocy, “la confluencia de las políticas agrarias, comerciales, migratorias y laborales ha empujado mercancías baratas hacia el sur y conducido a la gente hacia el norte.” El 10% de la población mexicana trabaja actualmente fuera del país y 6 millones de mexicanos se han trasladado a vivir a los Estados Unidos desde que el tratado entró en vigor. Sus remesas suponen el 3% de producto interior bruto de México, según Frank Holmes, analista de inversiones y CEO de la compañía U.S. Global Investors. En el último año, los mexicanos enviaron a casa 21.130 millones de dólares y antes de que comenzara la recesión en los Estados Unidos el total fue incluso mayor. Las remesas son ahora mismo la segunda fuente de ingresos más importante de México, por detrás del petróleo.

Gaspar Rivera Salgado, profesor de la Universidad de California en Los Angeles, que dirige el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB), una organización de indígenas oaxaqueños en México y en los Estados Unidos, cree que en los Estados Unidos “los migrantes necesitan el derecho al trabajo, pero con derechos y prestaciones laborales”. En México “necesitamos desarrollo para hacer de la migración una opción y no una necesidad, el derecho a no migrar. Ambos derechos son parte de la misma solución.”

El derecho de Fausto Limón a permanecer en México, viviendo de su rancho en el Valle de Perote, depende del fin de los problemas causados por la operación de Granjas Carroll. Él se ha convertido en un líder de Pueblos Unidos y espera encontrar un contrapeso a la influencia de la compañía uniendo fuerzas con otros mexicanos que también hayan sufrido la destrucción ambiental provocada por las minas y las represas de la empresa. En julio viajó a Acapulco para la 7ª Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (ANAA). La ANAA declara que su misión consiste en crear un movimiento nacional “para luchar por la vida en nuestras casas, tierras, aguas y territorios.” Es parte de un movimiento más amplio que conecta grupos similares a lo largo y ancho de Latinoamérica.

Pero Limón tampoco tiene dinero para plantar y su familia fue expulsada del Programa de Apoyos Directos al Campo (PROCAMPO) cuando comenzaron las protestas. Comparte con otros productores mexicanos la pobreza originada por las prácticas de dumping que afectan a la carne y el maíz, y el subsiguiente aumento de precios para los consumidores. El sistema comercial que perpetúa esta situación inevitablemente provocará más emigración, si no el mismo Limón, tal vez sus hijos. El tejido de una vida rural sostenible en su Rancho del Riego está siendo destruido.

En los Estados Unidos, muchas redes que trabajan para garantizar los derechos del migrante consideran que una reforma racional de la inmigración debe modificar las políticas comerciales que causan o contribuyen al desplazamiento de personas. La Ley de Comercio propuesta por el congresista republicano Mike Michaud (D-ME) recibió el apoyo de muchas de esas organizaciones dado que se abriría un periodo de sesiones para reexaminar el impacto del NAFTA, incluyendo las provisiones del Acuerdo paralelo de Cooperación Ambiental de América del Norte (ACAAN) que no sirvieron para limitar el impacto de Granjas Caroll en el Valle de Perote. Esa ley también prohibiría negociaciones de nuevos acuerdos comerciales que violasen los derechos ambientales y laborales.

Otra propuesta, denominada la Campaña de la Dignidad, va un paso más allá y prohibiría aquellos acuerdos que conlleven el desplazamiento de personas, como el causado por la importación de carne de cerdo o las inversiones transfronterizas que posibilitaron la creación de las granjas de cerdos en Perote. En cambio propone una ley de inmigración alternativa basada en los derechos humanos y laborales. Asimismo revocaría las sanciones a los empleadores, la ley de inmigración que llevó a despedir y expulsar a tantos migrantes veracruzanos de la planta de Tar Heel.

“Las sanciones a los empleadores tienen muy poca incidencia sobre la migración,” señala Bill Ong Hing, profesor de Derecho en la Universidad de San Francisco, “pero hacen más vulnerables a los trabajadores ante la presión del empleador.” A petición de la UFCW, Hing estudió el impacto de las sanciones a los empleadores y las redadas en las plantas de empacado de carne de Swift. “La base lógica ha sido siempre que este tipo de medidas impediría a los indocumentados acceder a un puesto de trabajo y los disuadiría de venir,” explica. “Sin embargo, lo que pasa realmente es que aumenta su desesperación y aceptan trabajos peor pagados. Esto puede conducir a una reducción global del salario medio para millones de trabajadores que, en la práctica, se convierte en un subsidio para los empleadores.”

“Cuando tú haces que la situación de alguien sea todavía más ilegal,” añade Carolina Ramírez, “lo que estás haciendo es empeorar sus condiciones vitales y laborales. Los trabajos se vuelven esclavitud. Y si no hay remesas los niños de Veracruz no pueden ir a la escuela ni al médico. Todos los problemas sociales que tenemos empeoran. Y todo eso provoca más migración.”

“Estaríamos mucho mejor si pusiésemos fin a las sanciones a los empleadores y cambiásemos nuestras políticas económicas y comerciales para que no produzcan pobreza en países como México,” concluye Hing.

Las huelgas en Smithfield y las manifestaciones por las calles en el año 2006 mostraron el potencial de apoyo a cambios fundamentales en las condiciones de los inmigrantes. En el Valle de Perote, los productores están también decididos a evitar la expansión de las granjas de cerdos y la destrucción de su medio ambiente. En muchos sentidos, sus esfuerzos están conectados, no solo por el hecho de que los llevan a cabo personas del mismo estado enfrentando a la misma corporación transnacional. Sino porque están luchando contra el mismo sistema.

“Luchamos porque nos están destruyendo,” explica Roberto Ortega. “Esa es la razón para la lucha cotidiana, intentar cambiar esto.”

David Bacon es fotógrafo periodístico y escritor basado en Oakland y Berkeley, California. Hace 18 años que es reportero y fotógrafo documentalista, trabajando con muchas publicaciones nacionales. Sus fotos han sido expuestas nacionalmente, en México, el Reino Unido y Alemania. El enfoco de su trabajo son temas de labor, la migración, y políticas internacionales, y el es editor en el Pacific News Service además de colaborar con el Progama de las Américas.

Traducción: Sara Plaza Moreno & Maria Soledad Ramirez

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